Acabo de terminar de
leer un pequeño libro, que según los críticos “ha provocado una conmoción en
Francia”, donde se han vendido 150.000 ejemplares en diez días. Se trata del
testamento espiritual del Abbe Pierre, un hombre libre, sacerdote francés de 93
años, fundador del movimiento Emaús de ayuda a los sin techo, quien se ha
caracterizado por cantarle las verdades a gobernantes y papas. El librito se
titula “Dios mío…. ¿por qué?” y en
él, el autor plantea preguntas, convicciones e interrogantes con absoluta
libertad de espíritu y una sinceridad conmovedora.
En este librito
encontré unas cuantas ideas que comparto totalmente, y que quiero compartir con
ustedes. Ellas son, entre otras:
- La finalidad de la vida humana es aprender a amar.
- Amar consiste en que cuando el otro es
feliz, entonces yo también soy feliz. Y cuando el otro sufre, entonces yo
también lo paso mal.
- Es fundamental distinguir entre la
felicidad y el amor, porque amar no excluye el sufrimiento.
- Hay que asumir la vida tal como es, y si
no conseguimos impedir el sufrimiento, entonces más vale aceptarlo con
amor antes que rebelarse o rechazarlo cerrándose en uno mismo.
- Como el sufrimiento hace parte de la condición
humana, la clave está en cómo lo afrontamos: para el budismo, hay que
hacer lo necesario para no sufrir más; entonces la finalidad de la vida se
convierte en una ascesis y una ética exigente que pretende suprimir la
causa principal de todo sufrimiento: el deseo. En cambio, para el
cristiano el camino es otro: no se
trata de eliminar el sufrimiento hasta suprimir todo deseo, sino de
reaccionar frente a él mediante el compartir y la ofrenda. El
sufrimiento siempre es un mal, y jamás debe buscarse; pero este mal, si
llega, puede ayudarnos a ser más humanos, a compartir con los demás.
- El deseo, en si mismo, no es un obstáculo
para el crecimiento humano y espiritual. Lo que hay que hacer es aprender a orientar los deseos. Y
sobre todo, cuando del deseo sexual se trata, que es uno de los instintos
más intensos de la vida: si se vive de cualquier forma puede causar
desastres; pero bien encauzado, es decir, vivido en una relación y un
compartir auténticos, es muy positivo. Para quedar completamente satisfecho,
el deseo sexual ha de expresarse en una relación amorosa, tierna,
confiada.
- No hay que negar el pecado, pero se ha
insistido excesivamente en el pecado como acto; no obstante, es mucho más
significativa la intención con
que se realiza y, sobre todo, la repetición intencionada del pecado (es
decir, el hábito), El acto
aislado no es de la misma naturaleza que la repetición de un acto que sabemos es negativo para nosotros
o para los demás, y a pesar de ello, nos acostumbramos a realizarlo. Esto
es necesario advertirlo para “desculpabilizar” a quienes cometen una
trasgresión bajo los efectos de un dolor, de un error de juicio o de una
pulsión, pero que después hacen todo lo posible para que no ocurra
nuevamente.
- En sentido estricto podemos entonces
hablar de “vicio”: así como la
virtud nace de la repetición de una buena acción (se es virtuoso al
realizar actos positivos), el vicio nace de la repetición de un acto
reprobable. Y el verdadero pecado
es el vicio, es decir, la persistencia en un comportamiento destructivo
para nosotros mismos o para los demás.
- Entonces, en últimas, todo reside en la libertad de conciencia que
poseemos como humanos que somos, y que es la condición misma del amor.
Somos libres para elegir amarnos a nosotros mismos y amar a los demás, o
para destruirnos a nosotros mismos o a los demás. Y somos libres también
y, en últimas, para creer o no creer en el Amor Misericordioso que es
Dios, quien nunca nos fuerza a amarlo, pero que siempre nos manifiesta su
amor. Así, toda la grandeza del ser humano radica en poder amar a Dios en
la fe, sin tocarlo, sin verlo, sin conocerlo directamente. Y en ese acto
de amor, su libertad es completa.
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