Definirme como seductor es
simple, aunque sea tautológicamente: Seduzco, atraigo o provoco fascinación,
cautivo el ánimo… eso hace seductor a un hombre. Cézanne dijo que “La cosa más
seductora del arte era la personalidad del propio artista”.
Con mis largos años de ejercicio
de ese oficio necesario, pero imposible, que es el ser maestro lo he comprobado:
el aprendizaje es seductor cuando el aprendiz capta la pasión del maestro por
lo que le enseña (descubre que el maestro vive o intenta vivir lo que enseña;
que vibra con lo que sabe y quiere trasmitir; que no está hablando de algo que
él no haya experimentado antes; que puede ser un modelo de vida). Si el maestro
no siente y expresa esa pasión, solo esta trasmitiendo información… y eso no
seduce; es mas atrayente googlear y obtener la información que se desea.
Igualmente con muchos años de
experiencia en liderar un proceso determinado, un equipo de trabajo, un programa
académico, una facultad universitaria… y pensando siempre que no tenía
habilidades para la gestión (por considerarme ante todo un académico), descubrí
sin embargo que la clave estaba en empoderar, después de enseñarles el oficio,
a quienes debía liderar; y empoderarlos de verdad, de tal modo que creyeran en
sus potencialidades y solo recurrieran a mí cuando realmente ya no supieran que
hacer, o la responsabilidad superara sus capacidades de ejercer poder. Y descubrí
que ese “descubrimiento” me había convertido de verdad en un líder seductor.
Y si paso al campo de las
relaciones humanas (amistad, complicidad, amor de pareja entre otras) pudo
constatar lo mismo: sólo seduce quien es auténtico, quien se presenta tal como
es, quien no oculta sus errores ni teme expresarlos, quien manifiesta toda su
pasión, pero, sobre todo, quien de verdad hace sentir al otro como un rey, un
príncipe o un ángel, como alguien especial…. Porque logró conocerlo tal cual es
(e incluso mucho más de lo que ese otro pudo y quiso expresar de sí mismo), porque
logró impulsarlo en todas sus potencialidades y valorarlo pese a sus debilidades,
y, sobre todo, porque lo hizo sentir importante y necesario, y nunca coartó su
libertad personal. Eso si seduce.
Seducir, lo sabemos, es
presentarse como un alguien deseable para el otro. No necesariamente que uno ya sea
lo que él desea sino porque uno se convertirá en lo que va a desear como fruto
del proceso de seducción: alguien que lo hará entrar en el juego del deseo. Ahora
bien, si la tentación es realista (porque sabemos que vamos a “caer” en ella aunque
no queramos), la seducción no lo es: en ella no hay lugar para esa seriedad “racional”
de quien sabe a qué atenerse sobre sí mismo y los demás, o de quien está “congelado”
en su certeza de poseer ya la verdad y vivir correctamente.
Y es esa ambigüedad la que genera
la seducción (“¿eres serio, o te estás burlando de mí?”, “¿Podré confiar en
alguien como tú?”). En un proceso de seducción siempre están presentes: la
puesta en escena, el doble o triple sentido, el artificio, la apariencia, incluso
la misma mentira; pero esas “herramientas” no necesariamente tienen que ser
negativas o maquiavélicas, todo depende de la intencionalidad con que se ponen
a funcionar.
Y por eso es que todo lo que he
escrito hasta aquí demuestra que lo que seduce no puede ser nunca lo que de
antemano se desea. Nos imaginamos desear lo que nos está seduciendo, pero esto
es falso: lo que nos está seduciendo hace de nosotros sujetos deseosos… y la
cuestión de lo que verdaderamente deseamos queda abierta a lo desconocido, que
nos hace reconocer que lo que nos sedujo fue la promesa. Ser seducido, es
experimentar que uno no es realmente uno mismo sino hasta encontrar algo
inesperado. Sin esto, se trata de otra cosa: nos gusta, nos tienta, pero
no nos seduce.
A quien llegamos a querer de
verdad (en esa multiplicidad de niveles y géneros de amor posibles para los
humanos, tantos como la escala de grises existente entre el negro y el blanco),
es a quien no habríamos deseado por nosotros mismos; porque nunca, por nosotros
mismos, hubiéramos sido sujetos por ese deseo. Fue necesario el encuentro mágico
y casual, intempestivo. Porque ser seducido, es ser desviado de una ruta que ya
era una forma de desear, pero comprensible, común, compartible. Cuando se es
seducido, nada de eso vale: ya no sólo el objeto es completamente
injustificable ("Pero, en fin, ¿qué es lo que me atrae de esa persona?
¿qué veo en ella?"), sino incluso lo que el estar seducidos nos impulsa a
hacer (que corresponde a un deseo que nunca habríamos sospechado que teníamos)
nos es estrictamente incomprensible. ¿Qué podría ser más absurdo en efecto de
que dejar todo, familia, posesiones, responsabilidades sociales, para
seguir a una persona que no conocíamos hace una hora? ¡La seducción está, sin embargo, en que lo
hacemos! Y es que se actúa con la perfecta lucidez de no reconocerse a sí mismo
(¡si me hubieran dicho, hace solamente dos días, que yo me actuaría así!), de no
entender lo que se hizo, o condenarlo, y que eso sin embargo, no nos importe (¡sé
que estoy haciendo la mayor estupidez de mi vida, pero no importa!).
En su Diario de un seductor, Kierkegaard expresa con destreza y pasión: “Toda
relación amorosa tiene que vivirse de tal forma que resulte más tarde fácil
para nosotros conservar un recuerdo que encierre toda la belleza”. Inquietante…pero
realista: el amor se vive en el presente, plenamente, como si ese instante
fuera una eternidad, sin lamentar el pasado ni soñar con un amor eterno que
dure para siempre. Sólo así el recuerdo será siempre bello. Y luego Kierkegaard
añade: “¡Como si el temor no hiciera interesante el amor!”. Ahí está el poder
de la seducción: pese a todas las razones y temores… te aventuras y todo se vuelve
interesante. Y remata con esta contundente verdad: “Para un hombre todo habrá
acabado cuando se haya hecho tan viejo que ya no pueda aprender nada de un
joven”. ¿Qué podría seducir más a un joven que las canas de la experiencia y la
libertad de los años vividos? Y, ¿qué puede seducir mas a una persona madura
que la irreverencia y locura juvenil?
La cuestión fundamental en la
seducción es que el sujeto está dividido, se ha convertido en otro diferente a
sí mismo, y sobre todo que él lo ignora. Y es a partir de esta ignorancia que
la seducción aparece como un desvío y como un sometimiento: de quien me seduce yo
me convierto literalmente en su sujeto, en el sentido de que quedo bajo su
responsabilidad. (Tal vez solo la sujeción permite convertirse en sujeto en el
sentido de responsable, si la responsabilidad necesaria requiere en su
estructura que uno sea siempre responsable ante el otro).
Pero este sometimiento al seductor, que define la seducción, es en sí mismo ambiguo, susceptible de
una doble comprensión cuya unidad podría constituir nuestra noción de seducción.
Basta con contemplar algunos ejemplos. Una mirada cruzada en la calle, una
figura esbelta vista en la multitud, una idea que surge de la pluma, una
publicidad poco convencional, son realidades atractivas. Una mirada mordaz, una
proposición lucrativa, el discurso de un demagogo, son realidades seductoras.
Otras cosas pueden ser a la vez atractivas y seductoras como la mayoría de las
actividades intelectuales (el estudio, la política, el arte) y, por supuesto, la
filosofía que es atractiva cuando te abre a la alegría de pensar y a la
felicidad de descubrir, pero que es seductora cuando se convierte en doctrina
proveedora de certezas materiales o metodológicas para quien sólo tiene una
vida de discípulo o imitador. Acabamos de decirlo: nada seduce si no es en esa
ambigüedad donde ahora descubrimos que la seducción ocupa, paradójicamente, el
primer lugar. Y seguramente ser seducido, es ante todo, siempre y primero,
dejarse seducir por la seducción misma: la seducción es un concepto atractivo y
uno se siente atraído por la idea de ser seducido - donde prima por supuesto el
carácter representativo o, más precisamente, ficcional, de todo lo que conforma
el vasto campo de la seducción.
Y en eso ficcional de la
seducción hay mucho de locura, de irreverencia, de aventura, de complejidad. Unas
frases tomadas de películas inolvidables me permiten culminar esa idea:
a. “¿Te
gustaría tener un encuentro sexual tan intenso que pudiera cambiar tus ideas
políticas?”: John Cusack, en The Sure
Thing (1985).
b. “Tú
me haces querer ser un mejor hombre”:Jack Nicholson en As Good As It Gets (1997)
c. ¿Ese
cañón dispara o es mi corazón que late con fuerza?”: Ingrid Bergman en Casablanca (1942).
d. “Te
quiero a ti. Quiero todo de ti. Tu y yo. Todos los días”: Ryan Gosling en The Notebook (2004).
e.
“Yo no muerdo, tú sabes…a menos que me lo pidan”:
Audrey Hepburn en Charade (1963).
¿Seductoras?
No hay duda. ¿Ingeniosas? Claro que sí. ¿Irreverentes? A mas no poder. ¿Locas y
aventureras? Solo habría que pronunciarlas para comprobarlo. Porque en ellas
están varias de las características del auténtico seductor. Un seductor seduce
por ser quien es.