(…) toda creación literaria es en mayor o menor grado
una remodelación de la realidad. Toda creación literaria implica necesariamente
la plasmación más o menos libre de una realidad humana y material, que no es —salvo en contadas excepciones— servil reproducción de
una realidad existente. El problema es, si esto es mentira o no (Spang s.f p.
153).
Por eso, desde
una perspectiva filosófica y sobre todo praxeológica, creo que todo proceso
teórico o investigativo queda anulado cuando no admitimos el carácter
ficcional, inventado, fingido e ideal, de los conceptos epistemológicamente esenciales
y de los principios y valores axiológicamente sagrados (Juliao 2017). Es que la
fuerza de todo razonamiento reside en la ignorancia (solo sé que nada se)
y la sabiduría es el arte de usar bien la ignorancia, —ideando, creando,
inventando, adoptando, estableciendo, soñando, ficcionando—, lo que no sabemos.
Normalmente el
término ficción (del latín fictĭo, fictiōnis) es sinónimo de
invención, imaginación o fingimiento, y remite al acto de permitir la
existencia de algo que, de hecho, no estaría en el plano de lo real. Puede
incluir un sentido peyorativo, cuando se lo usa como sinónimo de falso o
carente de verdad. Corresponde también a la simulación de la realidad que
efectúan las obras literarias, cinematográficas, dramáticas, historietísticas,
de animación o virtuales, cuando presentan al receptor un mundo imaginado[2]. En la tradición filosófica occidental el
concepto está ligado al de mímesis, delimitado en la Grecia clásica, en
las obras de Platón (para quien las obras poéticas imitaban los objetos reales,
los que a su vez calcaban las ideas puras) y sobre todo en la Poética (1448b
4-24) de Aristóteles, en la que el concepto de mímesis ocupa un papel
esencial: todas las obras literarias copian de algún modo las acciones humanas reales
(según el principio de verosimilitud); lo que diferencia a la literatura de la
historia es que ésta copia las cosas que ya han sucedido, y aquélla las que
podrían suceder[3]. Ahora bien, esta obra
aristotélica también introduce otro concepto que puede ser significativo aquí;
el de catarsis: la tragedia, al teatralizar acciones de personajes
buenos caídos en desgracia, logra que el espectador se implique emocionalmente,
sintiendo compasión o miedo que terminan por purificarlo interiormente (Poética
49b 28). Esta reacción emocional ocurre porque se suspende el juicio de
realidad ante la acción trágica: alguien demasiado seguro de la irrealidad de
la obra nunca empatizaría con sus personajes.
Ahora bien, ¿acaso
el término ficción, en vez de ser impreciso, no tendría un doble sentido
bastante aceptable? Por un lado, un sentido descriptivo: decir que algo es
ficticio o ficcional, es afirmar que no es real o que no es verdad (como los
personajes de los cuentos de hadas o la narración de relatos que son productos
de la imaginación). Por otro lado, existe un sentido normativo, evaluativo o incluso
moral, cuando se juzga que algo se trata de una ilusión engañosa o de una
falsificación. Y es claro que el uso descriptivo (más neutral) se distingue del
normativo (que podría considerarse viciado), pues una historia puede ser una
ficción sin por ello ser una mentira. Ahora bien, incluso en el uso descriptivo
del término, se atribuye cierto valor a los objetos que designa; esto lo vemos
reflejado discretamente, aunque de modo recurrente, al matizar dicha restricción
con expresiones como “se trata únicamente de ficciones”, “es sólo
ficción” o “es meramente ficticio”.
La idea
subyacente es que hablar (o mejor, mostrar[4])
lo que no existe o lo que es falso, como si existiera o fuera cierto, genera
una ilusión, y las ilusiones nunca son bienvenidas, a menos que se desee, al
contrario, elogiar los poderes de la imaginación y lo fantástico, celebrando
esa mágica capacidad humana de imaginar, fabular y soñar (pensemos en los
escritores, cineastas, artistas y productores de todo tipo quimeras). Se supone
que mantenernos en el eje descriptivo nos permite distinguir las cosas sin
perjuicio de valores; las expresiones modeladoras serían así solo índices,
lingüísticamente marcados, de la distinción necesaria que hay que hacer entre,
por ejemplo, los monstruos imaginarios y los peligros reales.
Para entender
bien todo esto basta observar los objetos que describimos como ficciones: se
trata de textos que no son históricos o testimoniales, como tragedias,
novelas, obras de teatro, dibujos animados, leyendas o mitos, películas o
incluso algunas pinturas o esculturas, especialmente cuando representan seres
sobrenaturales. Esta categorización viene, en gran medida, determinada
históricamente. De hecho, además del sentido negativo (derivado de la relación verdad
– realidad) surge un significado más neutral, basado en una codificación
genérica. Recordemos que, en la cultura occidental, la ficción es pensada,
originalmente, como parte del campo del arte. Platón incluye ahí poesía,
epopeya, pintura y escultura, y considera que, lidiando con falsificaciones que
siempre serán menos exitosas que los objetos mismos, o mejor aún, que su Idea,
hay que cuidarse de no suspender nuestra incredulidad tan fácilmente. Aristóteles
incluye, además, en esta categoría ficción, el arte dramático, privilegiando la
tragedia, alabándola por su carácter mimético y catártico, tan instructivo y
liberador. Así surge con Platón (o lo que heredamos de él) el significado
negativo de lo no real y no verdadero, unido a una connotación también
negativa, aquella donde Aristóteles (o lo que hemos extraído de él) concibe más
bien la ficción como un género, un arte, y lo valora por lo que es. La
neutralidad del género, como vemos, no impide consideraciones morales.
Posteriormente se
separan, al interior de la categoría de obras de arte, las obras de no-ficción
de las de ficción, en virtud de su contenido (una historia inventada con
personajes imaginados) y de su forma (novela y cuento, en lugar de poesía y
épica). Es decir que la definición genérica (aristotélica) del concepto ficción
parece soportar la definición onto-semántica (platónica): el arte no sería un campo
con su propio engranaje, sino una representación más o menos verdadera de la
realidad, una especie de mimesis latentemente engañosa. Allá donde
Aristóteles pensaba la representación teatral como probable o universal, los
novelistas modernos (en su época dorada a finales del siglo XVIII) intentan dignificar
la literatura, siguiendo a Platón, no sólo mediante la realidad de los personajes,
sino por la veracidad de los relatos de sus hechos de vida, por la precisión de
sus modales e incluso por su responsabilidad social (lo que seguirá en la
literatura comprometida del siglo XX). Tengamos en cuenta que, sí los
novelistas afirman la verdad y la seriedad de su arte, convirtiéndose en
analistas de su tiempo, los historiadores, varias décadas después, invertirán
la tendencia al revelar la estructura narrativa (ficticia) de sus retratos y
descripciones de eventos.
En resumen, el
debate sobre la literatura, desde el siglo XVIII, ha girado en torno al
siguiente razonamiento normativo: las novelas o cuentos se clasifican bajo el
género (neutro) de narrativas de ficción, como historias inventadas
sobre personajes ficticios; pero los productos de nuestra imaginación, incluso
aquellos destinados a ser relatados, son concebidos como imágenes deformadas de
la realidad, discursos que escenifican distorsiones de la realidad, o frutos de
la imaginación, y no pueden ser verdad; por lo tanto, sea que se trate de una
mentira o de un entretenimiento, no se pueden ni se deben tomar en serio. Por
eso, frente a la condena de las ilusiones románticas, los autores defienden la
legitimidad de su quehacer al otorgar a sus trabajos, así como ocurre con el de
los historiadores o científicos, una capacidad de decir la verdad (una verdad
que puede ser literal o metafórica, y tratar sobre diferentes temas). Se enfrentan
entonces a una paradoja sobre la naturaleza de sus escritos: simples ficciones,
luego no reales, no verdaderos y no serios, ¿Cómo reclamar alguna utilidad o
relevancia? Esta tríada, que ve la ficción en negativo, todavía juega un papel,
no siempre explícito, en la legitimación de las prácticas novelísticas, así como
en los problemas filosóficos sobre lo que podría llamarse ficcional y lo que se
calificaría como literario.
Juliao, C.G. (2017).
La cuestión del método en pedagogía praxeológica. Bogotá: Uniminuto.
Spang, K. (s.f).
“Mimesis, ficción y verosimilitud en la creación literaria” pp. 153-159 http://dadun.unav.edu/retrieve/4918/license.txt
[1]
Una objeción válida aquí sería decir que existe un uso claro del término,
porque es usual, y es el relacionado con la convención lingüística de los
libreros, según la cual las novelas, cuentos o fábulas se clasifican en la
categoría de ficción; los demás usos serían derivados. Sin embargo, no
porque algo sea, por convención lingüística, llamado de un modo u otro, ese algo
y su nombre van a coincidir entre sí: las convenciones lingüísticas (o, en la
terminología de Austin, el “lenguaje ordinario”) son puntos de partida o guías
para la reflexión, pero no son argumentos.
[2]
Para distinguir este tipo obras, producto de la invención o la imaginación, de
aquellas que se basan en hechos reales, como la historia, los documentales, las
memorias o autobiografías, se ha adoptado el concepto de obras de no ficción.
[3]
En la época de Platón y Aristóteles, el concepto de diégesis se opuso a mímesis.
La diferencia es que la primera, desde la figura de un narrador, despliega un
mundo ficticio verosímil cuyas convenciones pueden diferenciarse de las del
mundo real, y hasta contradecirlas. Mientras que en la segunda las convenciones
del texto intentan adherirse a las convenciones sociales. Es decir, un texto mimético
pretende reproducir hechos naturales o sociales documentados, en tanto que uno diegético
quiere crear y seguir sus propias reglas, con una gramática propia sólo para el
autor: aquello que expresa directa, libre y creativamente, sus fantasías y
sueños.
[4]
Decir o hablar es enumerar o describir las acciones y las
emociones de los personajes sin más, en cambio, mostrar es generar, de
modo activo, imágenes en las mentes de los lectores. Decir comunica hechos, mostrar
invita a entender. Es la diferencia existente entre decir “Julia tenía
miedo” y mostrar, casi gráficamente, como “la cara se Julia palideció,
su respiración era anormal, jadeaba con pánico”. En ello está la clave para
crear una buena ficción.