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viernes, 15 de noviembre de 2019

Acerca del deseo y la libertad




Hoy prima la concepción teórica -realista y metafísica- adoptada por la metodología científica preponderante sobre el deseo (sobre todo en psicología y psiquiatría, pero también en la política, la economía y la educación); por eso creo necesario revisar en algo la historia de esta concepción sobre el deseo en su relación con la persona (mucho más cuando asumimos una crisis del sujeto contemporáneo), insistiendo en la relación entre deseo y libertad individual, más que -como era tradicional- con lo moral o lo patológico. De ahí los autores en los que voy a insistir en este texto.

Platón, dada su innegable influencia en toda esta historia, capta la naturaleza ambigua del deseo (entre privación y plenitud), y lo entiende como el impulso de toda búsqueda, de donde brotará la filosofía misma, como amor a la sabiduría. Pero ¿se puede pensar el deseo más allá de términos como negatividad y carencia? Spinoza, por el contrario, lo considera como un productor de valor, lo que Deleuze retomará, destacando el carácter ingenioso y laborioso del deseo. Freud, articulando deseo y prohibición, lo hará productor de fantasmas, porque se desea menos el objeto deseado que la fantasía inconsciente del mismo. De hecho, ¿no es el deseo, básicamente, ansia de deseos? Para Lacan, quien antropologiza el deseo (ubicándolo en el centro del debate sobre el sujeto) será el deseo del otro, un deseo mimético. Lyotard (1989) nos acerca a la cuestión del deseo de saber o de filosofar, y a su posible enseñanza. Baudrillard (2009) insistirá en que en el deseo actual de consumo lo que deseamos es el consumo mismo. Finalmente, ¿no es el capitalismo globalizado de hoy, la liberación del poder universal del deseo humano? Pero ¿no posee el deseo otro poder distinto de aquel ofrecido por la vida mercantilizada y desenfrenada de nuestro mundo globalizado, de modo que no llegue a convertirse en un deseo mortal, y por lo tanto en la muerte del deseo? Otros lenguajes, como el cine, el arte y la literatura, nos ayudan a responder estas preguntas sobre esa fuerza de gozar y actuar que es el deseo. ¿Qué nuevo paradigma sobre el sujeto surgirá si pensamos que el deseo no es divino ni natural, sino un rasgo único, definitorio y exclusivo del individuo, algo profundamente humano?

El deseo cruza misteriosamente nuestra existencia y cualquier filosofía que reflexione sobre ésta tiene que abordarlo como problema que nos constituye sin que sepamos realmente qué es ni adónde nos lleva. De ahí la gran variedad de nombres que se le han dado: Eros entre los griegos, concupiscencia para los cristianos, apetito en Descartes o Spinoza, tendencia o impulso (como la libido) en Freud[1].  ¿Se trata siempre de lo mismo bajo esta variedad de nombres, o es que el deseo, por su propia naturaleza, es variado y cambiante, múltiple y emocionante, como lo describen filósofos, literatos, poetas, psicoanalistas e incluso biólogos? Y al intentar sumergirnos ya no en el discurso intelectual, sino en el lenguaje mismo del amor y del deseo, inmediatamente lo vemos inadecuado, inoportuno, imposible, alusivo, relativo, cuando esperábamos que fuera directo: el lenguaje del deseo y del amor es un ir y venir, un dis-curso que va de acá para allá, pleno de metáforas. Por otra parte, es un lenguaje huérfano y desatendido por los otros discursos (sobre todo, el político y el científico) o incluso llega a ser proscrito, encubierto y evitado. Un discurso que parece hoy inactual, pero siempre presente. Lo cual implica preguntarnos: ¿decimos lo mismo cuando hablamos hoy del deseo en comparación a cuando leemos textos de otras épocas cuyo objeto es el deseo, la pasión, el amor? Más aún, cuando estamos enamorados, ardientes de deseo, ¿somos capaces de comunicar al otro algún significado? Me parece que la experiencia amorosa pone a prueba el lenguaje, su supuesta univocidad, su performatividad, su potencial referencial y comunicativo. ¿El lenguaje del deseo cumple estos requisitos? A ciencia cierta no, y no los cumple por la alta incertidumbre de su objeto, que nos remite nuevamente a las preguntas: ¿qué es el deseo? ¿qué es el amor? ¿qué es la pasión? … en su relación con el filosofar.

Existencialmente el deseo nos perturba, preocupa y a veces nos angustia, porque logra exaltar en nosotros valores muy altos (superiores a nosotros mismos), pero también puede hacernos caer muy bajo, en la abyección o bestialidad más paradójica con nuestro propio ser. ¿De dónde viene esa ambigüedad? Es verdad que, desde cierto punto de vista, el deseo es la marca de nuestra inserción en la naturaleza (de la cual nuestro cuerpo es el testigo, con sus impulsos, tendencias, necesidades o instintos); pero, desde otra mirada, el deseo exalta en nosotros los valores supremos cuando se combina con las facultades superiores de la mente. Es que en el deseo humano hay una fuerza que nos impulsa más allá de todo limite; por eso nunca se satisface con los objetos que apetece. Todos los objetos del deseo terminan siendo insatisfactorios, decepcionantes, y el gran misterio existencial parece ser este: ¿cuál es el verdadero objeto del deseo? Además, la etimología de la palabra deseo (desiderium, palabra latina derivada de sidus, estrella) hace que el deseo sea el anhelo de algo perdido[2]. Humanamente se trata no sólo del hecho biológico de una satisfacción sensible, sino de una nostalgia más profunda, la de un estado perdido o de una perfección vivida. Así es como entiendo a Platón cuando, en el Banquete, bajo la figura del deseo más real (la atracción sexual, pasional, arraigada en la carne), nos presenta un Eros que se eleva y nos lleva más lejos que nosotros mismos: deseo y amor que se conjugan y nos lanzan a lo que podemos llegar a ser, en nuestra plena y compleja libertad.



[1] Según la RAE “apetito” proviene del lat. appetītus. 1. m. Impulso instintivo que lleva a satisfacer deseos o necesidades. 2. m. Gana de comer. 3. m. Deseo sexual. 4. m. p. us. Cosa que excita el deseo de algo. Se puede establecer cierta relación entre el término latino y estos otros que veremos en nuestra reflexión: Conatus (Spinoza) –Begierde (Hegel)– Wille (Schopenhauer) –Wille zur Macht (Nietzsche)– Trieb (Freud), como si fuesen impresiones históricas de un mismo fenómeno, si bien experimentado de modo diferente por estos pensadores.
[2] Del lat. desiderium (deseo) y ésta del verbo desiderare (desear), compuesto por el prefijo “de-” y la palabra “sidus, sideris” – “estrella, constelación”. El verbo latino tal vez proviene de la expresión “de sidere” (“fuera de las estrellas”), con el significado de “extrañar, echar de menos" o literalmente “esperar a lo que las estrellas nos traigan”; y, por tanto, en sentido figurado “buscar, desear”. En it. “desiderare”, ing. “desire”, fr. “désirer”, cat. “desitjar”, port. “desejar”.

jueves, 30 de mayo de 2019

¿Y del deseo como amor qué?


Cuando decimos amor casi que automáticamente lo asociamos con romance, pero el concepto es mucho más complicado (tanto como idea que como sentimiento)[1]. El amor habla muchos lenguajes y la historia nos enseña que no ha sido siempre el mismo: los hábitos, la cultura, las tradiciones e instituciones, el devenir del tiempo, lo han matizado haciendo que asuma muchos rostros. Es un concepto abstracto (su opuesto sería odio o rencor), usado para enmarcar un sentimiento, un ideal, una ley natural, la condición ideal de ciertas cosas e, incluso, al lado de la felicidad, la mayor experiencia sensitiva que se pueda experimentar. ¿Por qué hay tantas ideas sobre el amor? ¿A qué se debe la existencia de tantos prejuicios y tabúes? ¿De dónde viene la idea moderna del amor como pasión trágica? ¿Por qué muchas canciones “románticas” son tremendistas y hasta crudas?

Aunque existen muchas concepciones y definiciones sobre el amor, incluso contradictorias o aún en desarrollo, pienso que en nuestra civilización occidental podemos sintetizarlas en dos núcleos semánticos: la noción de Eros (procedente del pensamiento clásico grecolatino), humana demasiado humana, bella, extática y estética, y la noción de Ágape (desde nuestra matriz judeocristiana), divina demasiado divina, perfecta, compasiva y ética. Desde el pensamiento grecolatino el amor (los afectos del alma que, desde el impulso hacia los cuerpos bellos, llegaba hasta la esfera de la sabiduría y lo divino) es similar (análogo) al deseo que quiere completar su satisfacción, pero cuyo proceso existencial es altamente agotador por la dinámica de búsqueda permanente que supone. Y desde la concepción judeocristiana el amor (ágape) se refiere más bien al ámbito de la gracia divina, siendo su modelo la plenitud y perfección del amor inmerecido de Dios hacia las creaturas, que se otorga sin condiciones a quien incluso lo rechaza, culminando con el patetismo iconográfico de la crucifixión del hijo de Dios, sangrando por su insensato amor a la humanidad.

Es imprescindible aclarar algo: la noción de amor no se puede aplicar de forma exacta y unívoca a otras culturas, quiero decir que, si bien “amor” puede implicar aquí y ahora relaciones sentimentales o sexuales, no necesariamente hallamos un solo vocablo análogo en otras culturas, por ejemplo, los mismos griegos antiguos separaban entre eros, filia, aphrodisia, epithemia (amor pasional, filial, sexual, deseante); hoy cómodamente abarcamos todo eso y mucho más bajo una sola palabra: amor. Igualmente, la historia nos muestra con sus hechos las dificultades del concepto: los cristianos antiguos rápidamente separaron el ágape de la cupiditas, polos del deseo entre los cuales se estableció una tensión tal que se dieron escenas tan dramáticas como las escritas por San Agustín en su libro VIII de las Confesiones o como el caso de Orígenes, quien optó por castrarse para no vivir más con sus pulsiones concupiscentes[2]. Así la tradición cristiana pronto propuso un “amor puro” (a través de pensadores como Clemente, Madame Guyon o Fenelon) tan perfecto que originó el quietismo heterodoxo (el estado de perfección solo podía lograrse inhabilitando la voluntad) y el desprecio jansenista al amor a los demás ya que cualquier apego a quien no fuese Dios suponía desatender al único que lo merecía: “Él hace que desees, Él es lo que deseas. Él mismo consuma el deseo”, dirá Bernardo de Claraval (2018: 7, 21). Casi como un efecto especular: mi deseo se satisface en él, pues él ha satisfecho el suyo creándome a su imagen. Tenemos dos Narcisos contemplándose y satisfaciéndose el uno al otro. Pero el más genial aporte de esta especularidad del amor cristiano es como reasume, sublimándolo, el deseo humano (ávido, anhelante, total, caótico, imposible): éste puede ser guiado por la voluntad y la razón, hasta convertirlo en un “deseo puro”, que es ya equivalente al amor. Puro, para el místico Bernardo, significa aquí “colmado por la fusión con el amado”, estado de beatitud si se consideramos que Dios libera el deseo y, al mismo tiempo, le da un objeto a la medida de su desmesura: un objeto infinito. Cada uno es como este “infinito”, ego affectus est, porque Dios también es Amor.

Pero el amor cristiano es mucho más complejo que lo dicho, pues también asimila el eros grecolatino, como lo muestra cierta corriente mística, amalgamada con la erótica (Teresa de Ávila, Juan de la Cruz, Johanes Tauler, Angela de Foligno, entre otros) que expresaba la experiencia espiritual en lenguajes apasionados: dolor, sufrimiento, congoja, éxtasis, languidez, deleites, gozos divinos, entre muchos más[3].

Desde la baja Edad Media con el modelo del amor cortesano, surge una nueva forma de entenderlo, que origina nuestro actual ideal romántico; desde ahí los filósofos comienzan a sesgar su reflexión sobre el amor en lo pasional, tal como veremos que sucede en Descartes o en Hobbes (con sus esfuerzos por situar el amor en el marco de una antropología psicológica), o en pensadores como Rousseau o Schopenhauer (llegan a un enfoque casi irracional de la pasión amorosa, como trampa de la naturaleza para lograr sus propios fines).

La actual concepción del amor, aparentemente secular y profana, posee sin embargo una estructura simbólica (recuerdo que las mejores expresiones del pensamiento dualista y simbólico se dan en el seno de las creencias religiosas) que trasluce las ancestrales luchas entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. Basta recordar el último capítulo de la telenovela de moda, la cartelera cinematográfica o una canción de música popular para entender que aún quedan restos del amor cortesano medieval: los amantes solo satisfacen su unión a costa de sacrificios, la muerte, la enfermedad, la decadencia moral, el engaño y la calumnia, y un sin fin de dificultades que hacen que los amantes siempre están frente a la tentación de abandonarlo todo, como repitiendo la historia de Pedro Abelardo y su discípula Eloísa, Tristán e Isolda, Romeo y Julieta, Laura y Petrarca[4]. El “amor verdadero” siempre es amor pasional.

En fin, no hay una “esencia del amor” a respetar, nada hay en él que no venga condicionado por la relatividad y la historicidad, lo que llamamos “amor” está atravesado por los albures del lenguaje y sus múltiples simbolismos. O sea que el amor tiene su propia narrativa histórica, y que dicha fabulación vive en nuestra existencia, siempre nostálgica de una otredad que suele adornarse, cristalizarse, con múltiples virtudes. De la mano del imaginario socialmente aceptado nos encaminamos en la búsqueda del patético “príncipe o princesa azul”, o del supuesto “amor eterno”, o incluso, siendo más simples, de la pretensión ilusa de inmutabilidad de los afectos o ecuanimidad de la alegría. Por eso se hace necesario transformar nuestros prejuicios sobre el amor, no sólo por dietética mental, sino para vivir mejor nuestras experiencias afectivas, pasionales y amorosas en el vasto campo de los símbolos y lenguajes del deseo y el amor. Y el epicureísmo puede ayudar en ello.




[1] Por ejemplo, aunque no se insista mucho en ello, en latín hay dos términos:  el vocablo “amare” que es el “amor adhesivo” y diligere, que viene a ser el “amor reflexivo”. Cuando usaban amare, se referían al amor en el cual uno se “adhiere al otro”, se apega, quiere ser “uno solo” (como “amor pasional”), mientras que cuando se referían al amor diligere, entendían que se busca un amor diligente, atento, responsable, reflexivo, porque la dilección (Diligere) pretende un amor eterno y puro.
[2] Pese a este maniqueísmo, Agustín llego a su famoso dictum: “Ama y haz lo que quieras”.
[3] De hecho, es significativo que la primera encíclica del papa Benedicto XVI (Deus caritas est del 2005) esté dedicada al tema del amor de Dios, y en ella se atestigua una reivindicación del eros al interior del ágape. La encíclica hace una reflexión sobre los conceptos de eros (amor sexual), agape (amor incondicional), logos (la palabra), y su relación con las enseñanzas de Jesucristo:  cuanto más se encuentran eros y agape, la justa unidad en la única realidad del amor, tanto mejor ser realiza la verdadera esencia de éste.
[4] Este imaginario amoroso, que parece muy secular sigue siendo tan profundamente religioso como los antiguos mitos hierogámicos, donde el amante estaba condenado a una serie de pasiones trágicas (pensemos en la relación Tammuz-Innana, o Isis-Osiris).

martes, 24 de julio de 2018

Ser un seductor...




Definirme como seductor es simple, aunque sea tautológicamente: Seduzco, atraigo o provoco fascinación, cautivo el ánimo… eso hace seductor a un hombre. Cézanne dijo que “La cosa más seductora del arte era la personalidad del propio artista”.

Con mis largos años de ejercicio de ese oficio necesario, pero imposible, que es el ser maestro lo he comprobado: el aprendizaje es seductor cuando el aprendiz capta la pasión del maestro por lo que le enseña (descubre que el maestro vive o intenta vivir lo que enseña; que vibra con lo que sabe y quiere trasmitir; que no está hablando de algo que él no haya experimentado antes; que puede ser un modelo de vida). Si el maestro no siente y expresa esa pasión, solo esta trasmitiendo información… y eso no seduce; es mas atrayente googlear y obtener la información que se desea.

Igualmente con muchos años de experiencia en liderar un proceso determinado, un equipo de trabajo, un programa académico, una facultad universitaria… y pensando siempre que no tenía habilidades para la gestión (por considerarme ante todo un académico), descubrí sin embargo que la clave estaba en empoderar, después de enseñarles el oficio, a quienes debía liderar; y empoderarlos de verdad, de tal modo que creyeran en sus potencialidades y solo recurrieran a mí cuando realmente ya no supieran que hacer, o la responsabilidad superara sus capacidades de ejercer poder. Y descubrí que ese “descubrimiento” me había convertido de verdad en un líder seductor.

Y si paso al campo de las relaciones humanas (amistad, complicidad, amor de pareja entre otras) pudo constatar lo mismo: sólo seduce quien es auténtico, quien se presenta tal como es, quien no oculta sus errores ni teme expresarlos, quien manifiesta toda su pasión, pero, sobre todo, quien de verdad hace sentir al otro como un rey, un príncipe o un ángel, como alguien especial…. Porque logró conocerlo tal cual es (e incluso mucho más de lo que ese otro pudo y quiso expresar de sí mismo), porque logró impulsarlo en todas sus potencialidades y valorarlo pese a sus debilidades, y, sobre todo, porque lo hizo sentir importante y necesario, y nunca coartó su libertad personal. Eso si seduce.

Seducir, lo sabemos, es presentarse como un alguien deseable para el otro. No necesariamente que uno ya sea lo que él desea sino porque uno se convertirá en lo que va a desear como fruto del proceso de seducción: alguien que lo hará entrar en el juego del deseo. Ahora bien, si la tentación es realista (porque sabemos que vamos a “caer” en ella aunque no queramos), la seducción no lo es: en ella no hay lugar para esa seriedad “racional” de quien sabe a qué atenerse sobre sí mismo y los demás, o de quien está “congelado” en su certeza de poseer ya la verdad y vivir correctamente.

Y es esa ambigüedad la que genera la seducción (“¿eres serio, o te estás burlando de mí?”, “¿Podré confiar en alguien como tú?”). En un proceso de seducción siempre están presentes: la puesta en escena, el doble o triple sentido, el artificio, la apariencia, incluso la misma mentira; pero esas “herramientas” no necesariamente tienen que ser negativas o maquiavélicas, todo depende de la intencionalidad con que se ponen a funcionar.

Y por eso es que todo lo que he escrito hasta aquí demuestra que lo que seduce no puede ser nunca lo que de antemano se desea. Nos imaginamos desear lo que nos está seduciendo, pero esto es falso: lo que nos está seduciendo hace de nosotros sujetos deseosos… y la cuestión de lo que verdaderamente deseamos queda abierta a lo desconocido, que nos hace reconocer que lo que nos sedujo fue la promesa. Ser seducido, es experimentar que uno no es realmente uno mismo sino hasta encontrar algo inesperado. Sin esto, se trata de otra cosa: nos gusta, nos tienta, pero no nos seduce.

A quien llegamos a querer de verdad (en esa multiplicidad de niveles y géneros de amor posibles para los humanos, tantos como la escala de grises existente entre el negro y el blanco), es a quien no habríamos deseado por nosotros mismos; porque nunca, por nosotros mismos, hubiéramos sido sujetos por ese deseo. Fue necesario el encuentro mágico y casual, intempestivo. Porque ser seducido, es ser desviado de una ruta que ya era una forma de desear, pero comprensible, común, compartible. Cuando se es seducido, nada de eso vale: ya no sólo el objeto es completamente injustificable ("Pero, en fin, ¿qué es lo que me atrae de esa persona? ¿qué veo en ella?"), sino incluso lo que el estar seducidos nos impulsa a hacer (que corresponde a un deseo que nunca habríamos sospechado que teníamos) nos es estrictamente incomprensible. ¿Qué podría ser más absurdo en efecto de que dejar todo, familia, posesiones, responsabilidades sociales, para seguir a una persona que no conocíamos hace una hora?  ¡La seducción está, sin embargo, en que lo hacemos! Y es que se actúa con la perfecta lucidez de no reconocerse a sí mismo (¡si me hubieran dicho, hace solamente dos días, que yo me actuaría así!), de no entender lo que se hizo, o condenarlo, y que eso sin embargo, no nos importe (¡sé que estoy haciendo la mayor estupidez de mi vida, pero no importa!).

En su Diario de un seductor, Kierkegaard expresa con destreza y pasión: “Toda relación amorosa tiene que vivirse de tal forma que resulte más tarde fácil para nosotros conservar un recuerdo que encierre toda la belleza”. Inquietante…pero realista: el amor se vive en el presente, plenamente, como si ese instante fuera una eternidad, sin lamentar el pasado ni soñar con un amor eterno que dure para siempre. Sólo así el recuerdo será siempre bello. Y luego Kierkegaard añade: “¡Como si el temor no hiciera interesante el amor!”. Ahí está el poder de la seducción: pese a todas las razones y temores… te aventuras y todo se vuelve interesante. Y remata con esta contundente verdad: “Para un hombre todo habrá acabado cuando se haya hecho tan viejo que ya no pueda aprender nada de un joven”. ¿Qué podría seducir más a un joven que las canas de la experiencia y la libertad de los años vividos? Y, ¿qué puede seducir mas a una persona madura que la irreverencia y locura juvenil?

La cuestión fundamental en la seducción es que el sujeto está dividido, se ha convertido en otro diferente a sí mismo, y sobre todo que él lo ignora. Y es a partir de esta ignorancia que la seducción aparece como un desvío y como un sometimiento: de quien me seduce yo me convierto literalmente en su sujeto, en el sentido de que quedo bajo su responsabilidad. (Tal vez solo la sujeción permite convertirse en sujeto en el sentido de responsable, si la responsabilidad necesaria requiere en su estructura que uno sea siempre responsable ante el otro).

Pero este sometimiento al seductor, que define la seducción, es en sí mismo ambiguo, susceptible de una doble comprensión cuya unidad podría constituir nuestra noción de seducción. Basta con contemplar algunos ejemplos. Una mirada cruzada en la calle, una figura esbelta vista en la multitud, una idea que surge de la pluma, una publicidad poco convencional, son realidades atractivas. Una mirada mordaz, una proposición lucrativa, el discurso de un demagogo, son realidades seductoras. Otras cosas pueden ser a la vez atractivas y seductoras como la mayoría de las actividades intelectuales (el estudio, la política, el arte) y, por supuesto, la filosofía que es atractiva cuando te abre a la alegría de pensar y a la felicidad de descubrir, pero que es seductora cuando se convierte en doctrina proveedora de certezas materiales o metodológicas para quien sólo tiene una vida de discípulo o imitador. Acabamos de decirlo: nada seduce si no es en esa ambigüedad donde ahora descubrimos que la seducción ocupa, paradójicamente, el primer lugar. Y seguramente ser seducido, es ante todo, siempre y primero, dejarse seducir por la seducción misma: la seducción es un concepto atractivo y uno se siente atraído por la idea de ser seducido - donde prima por supuesto el carácter representativo o, más precisamente, ficcional, de todo lo que conforma el vasto campo de la seducción.

Y en eso ficcional de la seducción hay mucho de locura, de irreverencia, de aventura, de complejidad. Unas frases tomadas de películas inolvidables me permiten culminar esa idea:

a.      “¿Te gustaría tener un encuentro sexual tan intenso que pudiera cambiar tus ideas políticas?”: John Cusack, en The Sure Thing (1985).
b.      “Tú me haces querer ser un mejor hombre”:Jack Nicholson en As Good As It Gets (1997)
c.      ¿Ese cañón dispara o es mi corazón que late con fuerza?”: Ingrid Bergman en Casablanca (1942).
d.      “Te quiero a ti. Quiero todo de ti. Tu y yo. Todos los días”: Ryan Gosling en The Notebook (2004).
e.      “Yo no muerdo, tú sabes…a menos que me lo pidan”: Audrey Hepburn en Charade (1963).

¿Seductoras? No hay duda. ¿Ingeniosas? Claro que sí. ¿Irreverentes? A mas no poder. ¿Locas y aventureras? Solo habría que pronunciarlas para comprobarlo. Porque en ellas están varias de las características del auténtico seductor. Un seductor seduce por ser quien es.



martes, 15 de mayo de 2018

En el día del maestro: ¿Nada se puede enseñar o todo se puede enseñar?


No se puede enseñar nada a un hombre; sólo se le puede ayudar a descubrirlo en su interior”, dijo Galileo Galilei… Nothing can be taught. Oscar Wilde lo dice más contundentemente: “Nada de lo que vale la pena saber se puede enseñar”, que es como si dijéramos que lo que nos enseñan o aprendemos no siempre es lo más importante y pudiéramos prescindir de ello. Además, recuerdo aquella frase lapidaria de una maestra: "Lo que se enseña nunca es lo que se aprende", pues siempre se aprende algo, pero no necesariamente lo que el maestro, el libro o el sistema pretendían enseñar.

Por otra parte resalto que lo que es verdaderamente importante (¿Qué será eso?) está dentro de nosotros y sólo requerimos que alguien nos ayude a descubrirlo. Eso es que lo que los antiguos pensadores –podemos decir que de todas las culturas– enseñaron: “Conócete a ti mismo”, “Solo sé que nada se”, “El hombre es la medida de todas las cosas”, “Ama y haz lo que quieras”, “Yo soy el camino, la verdad y la vida”.  Es que el conocimiento más importante es el de uno mismo, que supone el conocimiento sobre el propio quehacer, y por tanto, sobre el propio aprendizaje. Es decir, yo soy el único responsable de mi propio aprendizaje (así como de mi propia vida); lo que significa que debo ser consciente de lo que hago, de tal modo, que yo mismo pueda controlar eficazmente mis propios procesos vitales. Eso es lo más importante que tengo que aprender… o sacar  (¿parir?) de mí mismo con la ayuda de mis “maestros”. Eso es lo que me puede hacer sabio.

Creo que, o mejor he aprendido, que la vía principal para adquirir ese meta-conocimiento es la reflexión sobre la propia práctica situada en el contexto. Eso es lo que he llamado praxeología desde hace varios años. Lo que finalmente ella pretende es formarnos para lograr nuestra propia autonomía, independencia, y juicio crítico, y todo ello mediatizado por un proceso permanente de auto-reflexión y de narración autobiográfica. Es un proceso que realizo yo mismo, siempre con la mediación de mis maestros.

Ahora bien, en el ejercicio docente siempre existe el peligro de caer en una práctica unilateral y, a veces, rutinaria y mecanicista: el profesor actúa desde su posición de poder, en un extremo del aula, transmitiendo conocimientos e información a los alumnos quienes, en el otro extremo, pasivamente escuchan y tratan de interiorizar esos nuevos conocimientos, que luego el docente evaluará subjetivamente. No puedo sino lamentar y condenar esta práctica que es opuesta a mi modo de entender el proceso educativo. Creo que el ser un verdadero maestro implica una relación mucho más cercana y directa con sus estudiantes. Eso que en la teoría de la comunicación explican así: para que un orador capture la atención de su público y comience a ser escuchado debe ser capaz de sintonizarse primero con su audiencia, y luego seducirlos para lograr desencadenar en ellos el proceso de aprendizaje. Basta que pensemos en Jesucristo, quien enseñó su mensaje a sus discípulos de un modo radicalmente personalizado, conviviendo con ellos; para mí fue el primer maestro praxeólogo y holista de nuestra era.

Definitivamente, hay que pensar en estrategias de enseñanza y metodologías mucho más interactivas y personalizadas para realizar el oficio de maestro. ¿Podremos aprender a estar totalmente presentes con y para nuestros discípulos, en sus propias, diversas y originales vidas y quehaceres? Es difícil pero se puede. En el fondo sólo se necesita algo bastante arduo: aprender a escuchar de verdad, con atención y apertura, y generar siempre la esperanza de que se puede llegar y lograr las metas. No tener ideas preconcebidas sobre lo que está ocurriendo en y con los demás. Acercarnos con naturalidad. Mostrarnos tal como somos. Entregar lo mejor de nosotros, sin esperar nada a cambio para nosotros, pero si esperando todo para
nuestros discípulos.

¿Fácil o difícil? Sólo depende de nuestras reales intenciones al ejercer este oficio necesario, pero imposible, de ser maestro.






(Yo con mi profesor de español y literatura... el querido maestro, qepd, Gantiva)

martes, 8 de mayo de 2018

Amar… Amor… ¿por qué (es… eres) tan complicado?



Sé que soy el único al que has amado; sólo que yo he recorrido más, porque antes
ya había amado; pero… ¿por qué no crees que hoy solo te amo a ti? … aunque los
recuerdos del pasado permanezcan. Y espero que, a pesar de esa diferencia, logres
comprenderme.

Sé que soy el único que hace latir tu corazón. ¿Y no comprendes que tú haces latir el
mío? Pero me desconcierto por algunas actitudes tuyas. Pero, poco a poco, voy aprendiendo
a esperar… silencioso… tu respuesta. Porque sé que estás viviendo algo que es
nuevo para ti… Y que eso no es fácil.

Sé que soy la única razón por la cual te levantas cada día. Sé cuánto me amas, lo he
experimentado muchas veces, tantas como las que siento que no me crees que de
verdad te amo.

Sé que sin mí no sientes seguridad de vivir. Y por eso no entiendo lo difícil que te es
aceptar mi apoyo y mi protección.

Solamente me gustaría que creyeras que yo siento igual, aunque soy diferente a ti.
Solamente me gustaría que no me vieras como algo irreal.
Solamente anhelaría que me dejaras hacer mi proceso para dejar el pasado atrás y
creyeras que lo estoy haciendo por ti.
Solamente desearía que te apoyaras en mí.
Solamente sé que te amo y no quiero perderte, aunque a veces me siento perdido contigo.
A veces no sé cómo tratarte.

Y me extraña que en ocasiones pienses que te dejo en tu soledad…. Cuando no he
dejado de ofrecerte mi apoyo y siento que tú te estás escondiendo de mí.
Y te he dicho y creo que te he mostrado que realmente no quiero llevarte por los
caminos que ya he pisado en el pasado.

Quiero construir algo nuevo contigo…. Pero sabes... a veces no sé cómo hacerlo y me
da miedo que me sienta de pronto cansado y no sepa qué más hacer.
Solamente deseo de corazón amarte, solo eso… amarte y solo estar junto a ti.


martes, 24 de abril de 2018

¿Qué es de verdad amar?


Nos enamoramos cuando conocemos a alguien y surge una atracción tan fuerte por esa persona  que dejamos caer, para él o ella, las barreras que mantenemos frente a los demás. Comenzamos a compartir con esa persona nuestros sentimientos y pensamientos más íntimos y tenemos la sensación de que, por fin, hicimos una conexión verdadera con alguien. Este sentimiento nos llena de placer; incluso la química corporal cambia. Nos sentimos felices y andamos todo el día de buen humor y como atontados. Es normal que cuando estamos enamorados nos parezca que nuestra pareja es perfecta: la persona más maravillosa del mundo. Y por ahí comienza la diferencia entre enamoramiento y amor.

Empezamos realmente a amar cuando dejamos de estar enamorados. ¿Extraño, no? Pero así es. El amor implica conocer a la otra persona, requiere tiempo, supone reconocer los defectos del ser amado, ver lo positivo y lo negativo de la relación. Esto no quiere decir que enamorarse no sea bueno; al contrario es maravilloso. Sin embargo, es solo el comienzo de algo mucho más sublime. Lamentablemente muchas personas no alcanzan a vivir esta experiencia extraordinaria del amor, pues son adictas a estar enamoradas: terminan sus relaciones cuando la magia de haber conocido alguien nuevo desaparece; cuando empiezan a descubrir defectos en la otra persona y a darse cuenta que no es tan perfecta como pensaban.

Y es que el verdadero amor no es ciego. Cuando amamos a alguien vemos sus defectos, pero los aceptamos; vemos sus fallas, pero lo ayudamos a superarlas. Al mismo tiempo esa persona ve tus propios defectos y los entiende. El amor verdadero se fundamenta en la realidad, no en el sueño de encontrar o no a tu príncipe azul o a tu princesa encantada.

Encontré a una persona maravillosa, de acuerdo, pero no es perfecta ni yo tampoco. Encontré mi alma gemela, pero también los gemelos discuten y también tienen diferencias. Amar es poner en una balanza lo bueno y lo malo de esa persona, y después amarla. El amor es una decisión consciente y responsable.

A veces he oído hablar sobre personas que dicen que se enamoraron de alguien y que no pudieron evitarlo. ¿Es que acaso es una cuestión de suerte? ¿Acaso amamos por arte de magia? ¿O es que se supone que alguien más tiene poder sobre nosotros? De ningún modo. Puedo sentir una gran admiración por alguien, puedo desear tener una relación con alguien, puedo desear encuentros sexuales con alguien, puedo estar muy agradecido por lo que alguien ha hecho por mí, pero...no lo amo. El amor brota de la convivencia, del acompañar y el comunicar, de dar y recibir, de intereses mutuos, de sueños compartidos. Yo no puedo amar a alguien que no me ama, o que no se interesa en mí. El amor verdadero es recíproco. Recibes tanto como das.

En síntesis:

Enamorarse no es lo mismo que amar.
Yo decido a quién amar.
No puedo amar a quien no me ama.

El amor se basa en la realidad.
El amor no es ciego.
Si bien el amor se basa en lo real, también es cierto que puedo alcanzar mis sueños.
Por eso hay que buscar la forma de encontrar el amor en la persona de mis sueños.

Hoy sé que se empieza a amar cuando se deja de estar enamorado.
Porque he aprendido que el amor llega cuando conozco profundamente al ser amado,
y eso implica vivir juntos experiencias agradables y dolorosas.
Implica reconocer y aceptar los defectos del ser amado, así como los propios;
ver lo positivo y lo negativo de esa relación vivida en el tiempo.
Implica perdonar y olvidar… Implica ser incondicional.
E implica aceptar que el amor puede acabarse.


sábado, 21 de abril de 2018

Rita y Merlí... o como aprender en Neflix


Hay dos series de televisión que he visto recientemente y que me han puesto a pensar mucho sobre lo que es ser maestro y filósofo (Hay que tener en cuenta que las nuevas tecnologías han cambiado la forma de ver televisión… ésta son series que he visto en Neflix).

La primera es una serie danesa, Rita (una maestra irreverente y políticamente incorrecta), que empezó como serie propia del mercado local escandinavo, pero que se ha convertido (con la ayuda de su difusión en Netflix) en un fenómeno global; ya va en tres temporadas. Esta serie aborda temas escolares muy complejos con gran naturalidad, sensibilidad y precisión. Rita es maestra de un colegio oficial (primaria y bachillerato), separada y con tres hijos entre la adolescencia y la vida adulta, con una personalidad compleja y complicada, que tiene una forma diferente de ver y vivir la vida, siendo patente su ¿incorrección política? como educadora y como madre. Excelente maestra, rebelde e incorrecta, tratará de resolver los problemas que se le van presentando a su manera. Rita es puro carisma e irreverencia; para mí uno de los mejores personajes femeninos de los últimos años. Cristian Torpe, creador de la serie, la muestra como una niña en el cuerpo de adulto; el situarla como maestra le permite hacer una disección, más allá de sus conflictos familiares, del sistema educativo público danés y de sus problemas (que en el fondo son los mismo del sistema educativo colombiano). Rita no sigue las reglas al pie de la letra en el trato con sus estudiantes que la adoran, mientras que siempre anda en conflicto con el resto de los adultos (maestros y padres de familia), excepto con la joven maestra Hjørdis de quien es mentora. Como autodidacta se puede decir que pierde la asignatura familiar y sentimental: el conflicto en su matrimonio le ha producido una cierta alergia al compromiso.

La vida familiar de Rita no es nada “normal”: alejada de su madre, intenta no cometer con sus hijos los mismos errores que su madre cometió con ella, comportándose más como una amiga que como una madre. Su hijo mayor Ricco parece el más desencantado con el comportamiento materno, se independiza pronto y se casa tal vez apresuradamente; Molly, la segunda, es tierna, pero con problemas en los estudios y dificultades para conseguir trabajo; el hijo menor Jeppe, inteligente y brillante, está descubriendo su homosexualidad de forma natural, siendo aceptado y apoyado por todos; es indudablemente uno de los mejores personajes de la serie. La interpretación extraordinaria de Mille Dinesen como Rita, me parece el eje de la serie: ella es un mar de contradicciones pasando de ser intuitiva, sarcástica, mordaz, sexualmente activa y anárquica, a meter las patas, mostrarse insegura, deslenguada e irresponsable, en cuestión de minutos.

Desde el punto de vista pedagógico, en cada capítulo de la serie se aborda a profundidad un tema de la cotidianidad familiar, escolar y social, mostrando sus pros y contras, evitando dogmatizar sobre cualquier postura, y llegando a un resultado que no siempre es el deseado por todas las partes. Sobreprotección de los padres, bullying y violencia escolar, familias desestructuradas, exclusión y marginación, problemas económicos, desprecio a los profesores, burocracia y politiquería, conflictos afectivos, drogas y sexo… son algunos de los temas exquisitamente tratados, con un debate claro y fácilmente extrapolables a nuestras escuelas colombianas.

La serie es un fiel reflejo del sistema educativo, eso no lo dudo, y solo por eso la recomiendo a quienes tienen interés en los temas educativos o pedagógicos, porque ofrece otra mirada, desde un ángulo diferente, que puede ayudar a comprender mejor nuestros problemas como maestros, como padres o como adultos, frente a los problemas de los jóvenes. La mirada de Rita va a ayudar… y mucho… en ese sentido.

La otra serie es catalana, Merlí, un profesor de filosofía nada convencional. Una serie que no es obvia, nada pretenciosa, que no busca imponer el contexto catalán por sobre la historia… sólo te deja pensando un rato. Ciertos críticos dicen que asemeja a La sociedad de los poetas muertos, pero creo que la película y la serie sólo tienen en común un profesor que le apuesta a la libertad del pensamiento y algunos estudiantes que saben aprovecharlo. Un profesor especial, que sabe conectarse con sus estudiantes, carismático, culto, seductor, sensible, pero también con muchos defectos, con una moral propia, y con permanentes conflictos con el resto del profesorado y padres de familia.

La serie plantea el método de enseñanza, poco ortodoxo pero muy estimulante, de un profesor de filosofía al que siempre lo impulsan los desafíos. Merlí (interpretado magistralmente por Frances Orella) tiene buen recorrido como docente, pero como muchos maestros, poca suerte y reconocimiento. A los 55 años, debe volver a vivir con su madre... junto con su hijo Bruno, adolescente y gay, al que debe empezar a cuidar y que además se convierte en su alumno. Y es dentro de esa casa de tres generaciones (abuela actriz, nieto contestatario y Merlí, un militante de la ironía), y en el aula, donde repiquetean los mejores diálogos de la historia. No hay concesiones, no hay deber ser: sólo hay honestidad brutal en la mayoría de las frases de la serie -que no sólo se dicen, sino que están ahí para ser escuchadas por cada uno de nosotros.

Francesc Orella interpreta muy bien a este vividor existencial que siente profundamente los principios filosóficos que imparte en sus clases, pero que luego demuestra incoherencias en su vida privada: es un referente para sus discípulos, a quienes llama “peripatéticos”, pero es incapaz de generar buen vínculo afectivo con su hijo Bruno, y predice un respeto que brilla por su ausencia en su relación con las mujeres con quienes flirtea. Cada personaje, entre los estudiantes, tiene un conflicto dramático que lleva a que la serie se adentre en temáticas sociales: Pol aprovecha su imagen de chico popular para disimular que en su casa el dinero no alcanza, Bruno está enamorado en secreto de su mejor amigo, Iban lleva meses sin salir de casa por culpa del bullying y Mónica, la nueva, descubrirá la cara negativa de la cultura del whatsapp y las redes sociales. Y muchos otros problemas de los jóvenes: la separación de los padres, el miedo al qué dirán, la mezcla entre ricos y pobres en una misma escuela, el desempleo y la inserción laboral, el fracaso escolar, la amistad, la rivalidad, los celos, la muerte de los mayores... Cada problema tiene una solución, aunque cueste encontrarla y los “peripatéticos” son un grupo disfuncional pero unido por fuertes lazos de amistad. ¿De vez en cuando algún puñetazo o robarle la novia de otro? Puede ser. Pero al final del día Merlí les ofrece una lección filosófica para afrontar sus problemas con una actitud positiva y crítica.

Pedagógicamente lo que marca la serie es la aplicación que Merlí logra de ciertos filósofos o sistemas filosóficos (como los peripatéticos, los sofistas, Sócrates, Nietzsche, Foucault o Schopenhauer, entre otros) a las cotidianidad vital y escolar de sus estudiantes... a quienes también ayudará con sus problemas, aunque sea de forma poco ortodoxa y hasta censurable. Se logra esa filosofía que supera el mero academicismo, para convertirse en “estilo de vida”. El “método Merlí” consiste en presentar al filósofo o sistema filosófico en el pizarrón, lanzar como maestro un par de coordenadas y, a partir de allí, ir construyendo con los estudiantes el episodio a fuerza de cotidianidad, ideas, cuestionamientos, resistencia y libertad. Merlí ayuda a contextualizar la filosofía como generador del pensamiento crítico, reivindicando su importancia en estos tiempos en que se pone en duda su papel en el sistema educativo. Merlí estimula a sus estudiantes a pensar libremente, con métodos poco ortodoxos, dividiendo las opiniones de la clase, el profesorado y las familias. La serie pone de relieve la importancia y utilidad de la filosofía en la educación.

Y, finalmente, Merlí aborda con genialidad la homosexualidad. Bruno, por ejemplo, no tiene el conflicto de siempre: no teme salir del armario a causa de presiones familiares (al contrario, Merlí y la abuela le apoyan sin ningún problema) sino que es él mismo quien tiene problemas con su propia sexualidad. Pero la mejor reflexión llega después cuando se reta la heteronormatividad, aún presente en la sociedad.

En fin, ambas series dan que pensar y ayudan mucho a reflexionar sobre lo que realmente es ser maestros, sobre las importancia de la filosofía para la vida, sobre la necesidad de "entrar" la vida cotidiana, con todos sus conflictos y bellezas, en el aula de clase; y sobre la importancia de "dar la palabra" a los jóvenes, a los sujetos con todas sus particularidades y diferencias, en pocas palabras, a la diversidad que caracteriza a los humanos.

miércoles, 18 de abril de 2018

Pasión por la lectura

Todos tenemos al menos una pasión en la vida, la mía es la lectura. Podría pasar todo mi tiempo leyendo. He aprendido, ya hace mucho tiempo, que hay muchos tipos de lectores: los que leen para aprender, los que leen de vez en cuando por placer y los que leen porque lo necesitan, porque no podrían vivir sin leer... bien creo que estoy en la última categoría, aunque la segunda la sigo aplicando…y bueno, la primera es también esencial, porque cada vez que leo… algo aprendo. 

Para que entiendan un poco el alcance de mi adicción...  voy a darles algunos ejemplos: 

  • Casi nunca salgo sin llevar un libro en mi mochila (nunca se sabe si uno sufra una crisis... y que mejor que un libro.
  • A veces leo en reuniones o sesiones de trabajo (Sé que no es correcto, pero algunas reuniones son realmente fatales e improductivas...)
  • Muchas veces he pasado una noche entera en vela para terminar un libro apasionante (¿acaso no todos lo hacen?)
  • Nunca logro dormirme sin haber leído al menos un capítulo.
  • Me puse el reto de leer los siete Harry Potter en una semana (Y lo logré!!!) Creo que es mi récord junto con Cien Años de Soledad que lo he leído cinco veces...y cada vez de corrido).

La lectura es uno de los mejores medios para desconectarse de la realidad (o conectarse con otra realidad... no importa): cuando he tenido un mal día agarro un libro; cuando tengo un buen día disfruto un libro; cuando estoy aburrido, me salta de repente un libro; cuando me siento perdido me encuentro un libro... Es que los libros hasta pueden darte consejos... Basta hacer un experimento: abre uno de tus libros al azar y lee la primera frase que salte a tus ojos... y todo cambia, para bien o para mal). De  hecho yo he tomado un libro en cierta circunstancia... y nunca me ha defraudado.

Obvio... hay libros que he comenzado y no he podido terminar... llega un momento en que dejan de ser apasionantes... Y he aprendido que nunca hay que leer por obligación... Al hacerlo no queda nada, ni se aprende nada... Solo te aburres.  En ese caso déjalo a un lado, de pronto lo retomas después y la experiencia podría ser diferente.

A veces penetro tanto en el libro que tengo la impresión de vivir las aventuras al mismo tiempo que los personajes; subrayo el libro, lloro, grito, me río, me enfado ... Y cada vez que termino un libro, me siento triste porque tengo la impresión de dejar viejos amigos. Por eso, aquellos libros que me han marcado profundamente los leo y releo para no perder el contacto con ellos, con sus personajes, con sus situaciones... Y cada vez es una experiencia diferente. Puede que les resulte extraño pero incluso los personajes ficticios pueden tener un lugar en nuestras vidas... A veces miro lo que está sucediendo a mí alrededor y me digo: es como en ese libro que leí o...Wow…  así es como me imaginaba esa hermosura.

Y más o menos sin  darme cuenta me van saliendo frases que me han gustado, y las uso en mis clases, en mis conversaciones, o en mis escritos... y luego me doy cuenta de que aunque no eran realmente mías... sino fruto de mis lecturas.... en realidad ya son mías (aunque no sea capaz de recordar la cita textual... y puedan decir que es plagio usarlas sin citarlas... en realidad me las he apropiado tan profundamente que en realidad ya son mías).

Sin embargo, los buenos libros por lo general son caros...y no siempre se pueden comprar. Así que ya hace cierto tiempo  encontré otra forma de desconectarme: me calme un poco frente a la lectura, y empecé a escribir; eso supone gastar tiempo, pero trato de alternar con tanta frecuencia como sea posible, y unas veces estoy escribiendo, otras leo y voy haciendo un plan (eso si no muy estricto... pues no me cuadran las normas fijas): al comienzo del día escribir y más tarde leer. La escritura se ha convertido en muy poco tiempo en mi segunda pasión. Y así la mayor parte del tiempo vivo en "otro mundo" por lo que no es raro que se me considere alguien "extraño" pero en realidad eso no me importa mucho. Y bueno… todo eso, leer y escribir implica gastar un tiempo suplementario para socializarlo, comentarlo con otros, hablar y hablar, publicarlo, subirlo a las redes sociales, etc. Pero nada de eso me parece tiempo perdido…  Todo eso es también aprender, todo eso es también apasionante, todo eso también genera deseos, es decir, vida.



Una bolsa de canicas

Cuando recientemente el cine francés quiere salir del vasto campo de ruinas en el que se había perdido durante mucho tiempo, genera películas memorables como "Les choristes", o esa otra completamente diferente "Intouchables" para no citar más. Si bien ambas películas son diferentes, tienen mucho más en común de lo que parece: la sencillez y la precisión del tema. 

Esto es precisamente lo que caracteriza a "Un sac de billes" (Una bolsa de canicas), una película centrada en la inocencia infantil de Mauricio (Batyste Fleurial), y especialmente el pequeño José (Dorian Le Clech), firmemente aferrado a su canica fetiche. Lo que es notable es que la película no fuerza nada, como si los dos jóvenes actores vivieran su propia historia. Su naturalidad y la genial cámara de Duguay nos hacen vivir su epopeya siendo niños, sobre un escenario marcado, una vez más de forma excelente, por la melancolía. Si el trabajo de los dos jóvenes actores es impecable, ciertamente se debe a la excelente dirección artística de los actores, pero también a cierta complicidad bien visible en la pantalla. Dorian Le Clech incluso imita a los adultos perfectamente, con un aplomo increíble (escena del mercado y sus pequeños tráficos)! 

La realización de Duguay, marcada por su virtuosismo, ciertamente hace significativo cada plano del film. ¿Un ejemplo? Bueno, la secuencia rápida (muy rápida, incluso demasiado ... pero justa), donde se ve la navaja de afeitar detenerse para quedar en suspenso, como si el mundo se hubiera detenido repentinamente, con la pronunciación sencilla (pero tan pesada) de la palabra "judío". Todo esto para decir que en esta cinta ningún plano es superfluo, y que la precisión de los encuadres nos ofrece una fotografía interesante, después de todo nada uniforme, oscilando entre disparos y una alegría ingenua de dos niños “en una aventura”. 

La película toma poco a poco densidad por los acontecimientos históricos que impulsan esta familia judía a separarse con la esperanza de reencontrarse en tiempos mejores ... Se entra así en el drama de la ruptura familiar con todo lo que implica como decisiones, nuevas reglas y costumbres y por supuesto peligros por venir ... la cámara se focaliza entonces en los dos hermanos más pequeños de los cuatro chicos, para seguir su viaje a la zona libre. El más joven de los dos, José después de un comienzo, que nos hace temer lo peor, termina asumiendo un cierto espesor que hace que uno se aferre a este niño, mientras que su hermano mayor le da toda su protección y amor, ... en este sentido, es una lástima que el director no se ha ocupado de mejorar los diálogos evitando expresiones que no tenían cabida en su momento como “¡déjame en paz!" por nombrar sólo uno de los muchos.  

Y luego está ese equilibrio frágil y permanente entre el drama y la ligereza. Con semejante tema, era fácil quedarse en cualquiera de estos dos enfoques, sobre todo cuando se está lleno de ternura. Afortunadamente este no es el caso, y eso es bueno, porque así es como el espectador siente los miedos y las esperanzas de estos niños que van a madurar durante su viaje. Guardando el curso de esta manera el director ha conseguido crear una especie de larga tensión en su película, gracias también a la ayuda de los actores, evidentemente, muy comprometidos, y a la música que acompaña muy bien todos los momentos de la película, que incluso se calla en algunas escenas específicas. Impalpable, esta tensión es omnipresente y encuentra su culminación en la escena de las bofetadas. Permanecerá como la escena de culto, ya que es el momento más fuerte emocionalmente, simplemente porque es el escenario de un acto de amor en un contexto de terror y brutalidad generado por los alemanes y sus comportamientos, por lo que los llaman "sales boches", y por la milicia francesa señalada de forma constante y heredada del apelativo poco envidiado de ser "colaboradores". 

Un acto de amor realizado por el valiente y recto padre de familia (Patrick Bruel), orgulloso y feliz de estar en lo correcto, pero un acto de amor que también es una lección de supervivencia. Una lección que será la línea de conducta expresada en toda la película. Incluso si él no sabe llorar cuando es necesario, Patrick Bruel sorprende al público por su compromiso total, mediante esta lucha dura de sentimientos que expresa su personaje. A su lado, la discreta mamá (Elsa Zylberstein) completa con convicción la imagen idílica de una familia unida. 

Pero Bruel no será la única sorpresa del film: Kev Adams (Ferdinand) y Christian Clavier (Dr Rosen) vienen aquí a cambiar radicalmente de papel para nuestra sorpresa. El primero muestra un real potencial en arte dramático hasta las lágrimas que gotean. El segundo muestra una fuerza coloreada tanto de convencimiento y persuasión en la mirada, como si el propio actor creyera firmemente en el contenido de los consejos dados por su personaje. 

Si la inmersión en esta aventura es posible, se debe también a la calidad de la reconstrucción escenográfica: la peluquería, los coches, el tren con sus máquinas de vapor, los trajes, y toda una serie de objetos de época contribuyen a hacernos fácilmente precipitar en la Francia ocupada en 1944. Sólo le falta un pequeño suplemento de alma, algo extra indefinible que nos lleve a expandir la emoción a lo largo de esta hermosa historia, eso que casi nos hace arrepentir de haber vivido el momento más intenso tan al principio de la película. De todos modos, "Una bolsa de canicas" es una muy buena película con una nota de modestia luego de la revelación final, lo que confirma que no siempre son necesarias las palabras para decir las cosas, aunque sólo sea por respeto y reverencia. 

Obviamente esta película no está libre de errores, como por ejemplo en el juego de cartas cuando vemos a Román (Patrick Bruel) decir "belote, rebelote et dix de der", mientras que en el plano anterior tenía en la mano tres cartas de diferentes colores ... (es un juego de cartas plenamente francés). Pero esto es muy anecdótico y se olvida rápidamente para seguir con gran interés y sin ningún problema los 110 minutos de esta película. Sé que "Una bolsa de canicas" ha hecho una buena carrera, aunque creo que no encontró con todo el éxito de las dos películas antes mencionadas; pero esta es la opinión de alguien que no ha leído aún la novela epónima de Joseph Joffo (y que es autobiográfica), publicada en 1973 (Joseph Joffo, Un sac de billes, Éditions Jean-Claude Lattès, 1973. Traducida en 18 idiomas, fue un suceso con 20 millones de libros vendidos en 22 países), que sustenta la realización de Duguay, y que tampoco ha visto su primera adaptación cinematográfica francesa realizada por Jacques Doillon en 1975, ni mucho menos conozco la adaptación a una serie de dibujos animados entre 2011 y 2014 en 3 tomos, realizada por Kris y Vincent Bailly. Habrá que ver y leer todo eso para tener un mayor acercamiento a este filme. 





Sobre las pasiones...


Algunas personas tienen miedo porque creen que es negativo que ser apasionado. De hecho, la pasión puede ser muy creativa o destructiva. Como lo dijo Rousseau: "Todas las pasiones son buenas mientras uno es dueño de ellas, y todas son malas cuando nos esclavizan". Muchos hablan contra las pasiones, considerándolas la fuente de todo mal humano, pero se olvidan que también son la fuente de todo placer, y en mucho, de la felicidad.

¿Cómo definir la pasión constructiva? Es una gran energía creativa que da sentido y sensibilidad a lo que llevamos a cabo y que nos ayuda a alcanzar una meta con entusiasmo. Simboliza el fuego que nos impulsa a expresar nuestra verdadera naturaleza. Nos ayuda a vivir plena e intensamente nuestro momento presente.

Uno puede, al contrario, decir que la pasión es destructiva cuando es mal manejada. Se produce cuando una persona llega a ser tan obsesionada con el objeto de su pasión que nada más le importa  y se olvida de todo lo demás en su vida. Esto hace que muchos sufran, porque no permite el juicio ni el discernimiento hacia la meta.

¿Hay algo que anhelas de corazón en tu vida? ¿Una meta, un deseo que te apasiona? ¿O eres de los que no se atreven a expresar su pasión? Piensa en un deseo que hace WOW dentro de ti con sólo la idea de manifestarlo. Mientras más intenso es el WOW, más son las necesidades de realizar ese deseo. Porque "sin pasión, el hombre sólo es una fuerza latente que espera una posibilidad, como el pedernal el choque del hierro, para lanzar chispas de luz" (Amiel).

Para descubrir de que necesidades se trata, imagina la alegría de haber conseguido tu objetivo y mira cómo esto te ayudará a nivel de tu existencia. Si la respuesta tarda en llegar, comprueba cómo te sientes de llegar hasta allí. Sabrás cuáles son las necesidades de tu ser, tu espíritu estará satisfecho y esto te dará una buena motivación. Porque las pasiones son los "viajes" del corazón y en ultimas, solo las entiende, quien las experimenta
.

Ser apasionado requiere cierta dedicación, mucho trabajo, concentración y no tener miedo a fallar a menudo. Incluso, hay que hacer como don Quijote, que se inventaba pasiones para ejercitarse. Convertirse en una persona apasionada que sabe lo que quiere también puede generar emoción, alegría y un propósito en la vida, si se está listo para comprometerse con lo que es importante para uno. Si se desea ser apasionado, hay que saber lo que se quiere y trabajar duro por ello, incluso si eso significa hacer más de un sacrificio a lo largo del recorrido.

martes, 17 de abril de 2018

Cuando hacemos daño sin querer….


Hoy me he despertado con una carga sobre mi conciencia: ¿Será que sin quererlo estoy haciendo daño a quien más quiero por no decir ni hacer lo que se debe?

Nunca me ha gustado hacer daño a nadie, muchas veces he callado cosas y he aguantado situaciones diversas por no generar mal en el otro.

Pero a veces, por no decir o hacer algo creamos expectativas que hacen daño al otro; las personas hacemos daño sin darnos cuenta: una mirada, una palabra, un comentario inocente, un gesto no explícito, un amor no recíproco… todo está lleno de daño inocente.

Por eso, al igual que el trabajo de los médicos cuando han de informar sobre la muerte de un familiar en la mesa de operaciones o la ruptura necesaria por parte de tu pareja, hay que decirlo… Es inevitable.

A veces pienso en cuánto dolor estamos dispuestos a soportar o si podemos remediar en determinadas situaciones esas pequeñas maldades.

Creo que es mejor ocasionar un pequeño daño diciendo lo que hay que decir o haciendo lo que hay que hacer y no producir un mal mayor callando o no actuando. Pienso que es lo correcto. Y es lo que he hecho.

Sin embargo me siento mal. A nadie le agrada ver tristeza y dolor en ojos ajenos… Y menos a mi… Pero peor hubiera sido seguir generando expectativas sin esperanza.

Mientras tanto me pregunto… ¿Somos los seres humanos malos por naturaleza? ¿Nos damos cuenta del mal que ocasionamos? ¿Y podríamos detenerlo?

Claro que nos damos cuenta del daño que causamos, pero también nos damos cuenta del bien que podemos hacer si frenamos las cosas a tiempo, revirtiendo la mentira con la verdad, la maldad con la bondad.

¿Pararlo? No, no podemos
¿Mejorar? Sí, siempre podemos.

Si hacemos mal y no queríamos hacerlo, tengamos el coraje de reconocerlo, arrepentirnos y dar el paso más importante, DECIRLO. Pedir perdón.... ¿Quién puede negar el perdón a alguien que efectivamente se arrepiente?

Y… si te lo negaran, ya tu paso está dado... eso es lo importante. Con el tiempo, el otro, ya alejado del dolor, sabrá entender y perdonará.



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