jueves, 30 de mayo de 2019

¿Y del deseo como amor qué?


Cuando decimos amor casi que automáticamente lo asociamos con romance, pero el concepto es mucho más complicado (tanto como idea que como sentimiento)[1]. El amor habla muchos lenguajes y la historia nos enseña que no ha sido siempre el mismo: los hábitos, la cultura, las tradiciones e instituciones, el devenir del tiempo, lo han matizado haciendo que asuma muchos rostros. Es un concepto abstracto (su opuesto sería odio o rencor), usado para enmarcar un sentimiento, un ideal, una ley natural, la condición ideal de ciertas cosas e, incluso, al lado de la felicidad, la mayor experiencia sensitiva que se pueda experimentar. ¿Por qué hay tantas ideas sobre el amor? ¿A qué se debe la existencia de tantos prejuicios y tabúes? ¿De dónde viene la idea moderna del amor como pasión trágica? ¿Por qué muchas canciones “románticas” son tremendistas y hasta crudas?

Aunque existen muchas concepciones y definiciones sobre el amor, incluso contradictorias o aún en desarrollo, pienso que en nuestra civilización occidental podemos sintetizarlas en dos núcleos semánticos: la noción de Eros (procedente del pensamiento clásico grecolatino), humana demasiado humana, bella, extática y estética, y la noción de Ágape (desde nuestra matriz judeocristiana), divina demasiado divina, perfecta, compasiva y ética. Desde el pensamiento grecolatino el amor (los afectos del alma que, desde el impulso hacia los cuerpos bellos, llegaba hasta la esfera de la sabiduría y lo divino) es similar (análogo) al deseo que quiere completar su satisfacción, pero cuyo proceso existencial es altamente agotador por la dinámica de búsqueda permanente que supone. Y desde la concepción judeocristiana el amor (ágape) se refiere más bien al ámbito de la gracia divina, siendo su modelo la plenitud y perfección del amor inmerecido de Dios hacia las creaturas, que se otorga sin condiciones a quien incluso lo rechaza, culminando con el patetismo iconográfico de la crucifixión del hijo de Dios, sangrando por su insensato amor a la humanidad.

Es imprescindible aclarar algo: la noción de amor no se puede aplicar de forma exacta y unívoca a otras culturas, quiero decir que, si bien “amor” puede implicar aquí y ahora relaciones sentimentales o sexuales, no necesariamente hallamos un solo vocablo análogo en otras culturas, por ejemplo, los mismos griegos antiguos separaban entre eros, filia, aphrodisia, epithemia (amor pasional, filial, sexual, deseante); hoy cómodamente abarcamos todo eso y mucho más bajo una sola palabra: amor. Igualmente, la historia nos muestra con sus hechos las dificultades del concepto: los cristianos antiguos rápidamente separaron el ágape de la cupiditas, polos del deseo entre los cuales se estableció una tensión tal que se dieron escenas tan dramáticas como las escritas por San Agustín en su libro VIII de las Confesiones o como el caso de Orígenes, quien optó por castrarse para no vivir más con sus pulsiones concupiscentes[2]. Así la tradición cristiana pronto propuso un “amor puro” (a través de pensadores como Clemente, Madame Guyon o Fenelon) tan perfecto que originó el quietismo heterodoxo (el estado de perfección solo podía lograrse inhabilitando la voluntad) y el desprecio jansenista al amor a los demás ya que cualquier apego a quien no fuese Dios suponía desatender al único que lo merecía: “Él hace que desees, Él es lo que deseas. Él mismo consuma el deseo”, dirá Bernardo de Claraval (2018: 7, 21). Casi como un efecto especular: mi deseo se satisface en él, pues él ha satisfecho el suyo creándome a su imagen. Tenemos dos Narcisos contemplándose y satisfaciéndose el uno al otro. Pero el más genial aporte de esta especularidad del amor cristiano es como reasume, sublimándolo, el deseo humano (ávido, anhelante, total, caótico, imposible): éste puede ser guiado por la voluntad y la razón, hasta convertirlo en un “deseo puro”, que es ya equivalente al amor. Puro, para el místico Bernardo, significa aquí “colmado por la fusión con el amado”, estado de beatitud si se consideramos que Dios libera el deseo y, al mismo tiempo, le da un objeto a la medida de su desmesura: un objeto infinito. Cada uno es como este “infinito”, ego affectus est, porque Dios también es Amor.

Pero el amor cristiano es mucho más complejo que lo dicho, pues también asimila el eros grecolatino, como lo muestra cierta corriente mística, amalgamada con la erótica (Teresa de Ávila, Juan de la Cruz, Johanes Tauler, Angela de Foligno, entre otros) que expresaba la experiencia espiritual en lenguajes apasionados: dolor, sufrimiento, congoja, éxtasis, languidez, deleites, gozos divinos, entre muchos más[3].

Desde la baja Edad Media con el modelo del amor cortesano, surge una nueva forma de entenderlo, que origina nuestro actual ideal romántico; desde ahí los filósofos comienzan a sesgar su reflexión sobre el amor en lo pasional, tal como veremos que sucede en Descartes o en Hobbes (con sus esfuerzos por situar el amor en el marco de una antropología psicológica), o en pensadores como Rousseau o Schopenhauer (llegan a un enfoque casi irracional de la pasión amorosa, como trampa de la naturaleza para lograr sus propios fines).

La actual concepción del amor, aparentemente secular y profana, posee sin embargo una estructura simbólica (recuerdo que las mejores expresiones del pensamiento dualista y simbólico se dan en el seno de las creencias religiosas) que trasluce las ancestrales luchas entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. Basta recordar el último capítulo de la telenovela de moda, la cartelera cinematográfica o una canción de música popular para entender que aún quedan restos del amor cortesano medieval: los amantes solo satisfacen su unión a costa de sacrificios, la muerte, la enfermedad, la decadencia moral, el engaño y la calumnia, y un sin fin de dificultades que hacen que los amantes siempre están frente a la tentación de abandonarlo todo, como repitiendo la historia de Pedro Abelardo y su discípula Eloísa, Tristán e Isolda, Romeo y Julieta, Laura y Petrarca[4]. El “amor verdadero” siempre es amor pasional.

En fin, no hay una “esencia del amor” a respetar, nada hay en él que no venga condicionado por la relatividad y la historicidad, lo que llamamos “amor” está atravesado por los albures del lenguaje y sus múltiples simbolismos. O sea que el amor tiene su propia narrativa histórica, y que dicha fabulación vive en nuestra existencia, siempre nostálgica de una otredad que suele adornarse, cristalizarse, con múltiples virtudes. De la mano del imaginario socialmente aceptado nos encaminamos en la búsqueda del patético “príncipe o princesa azul”, o del supuesto “amor eterno”, o incluso, siendo más simples, de la pretensión ilusa de inmutabilidad de los afectos o ecuanimidad de la alegría. Por eso se hace necesario transformar nuestros prejuicios sobre el amor, no sólo por dietética mental, sino para vivir mejor nuestras experiencias afectivas, pasionales y amorosas en el vasto campo de los símbolos y lenguajes del deseo y el amor. Y el epicureísmo puede ayudar en ello.




[1] Por ejemplo, aunque no se insista mucho en ello, en latín hay dos términos:  el vocablo “amare” que es el “amor adhesivo” y diligere, que viene a ser el “amor reflexivo”. Cuando usaban amare, se referían al amor en el cual uno se “adhiere al otro”, se apega, quiere ser “uno solo” (como “amor pasional”), mientras que cuando se referían al amor diligere, entendían que se busca un amor diligente, atento, responsable, reflexivo, porque la dilección (Diligere) pretende un amor eterno y puro.
[2] Pese a este maniqueísmo, Agustín llego a su famoso dictum: “Ama y haz lo que quieras”.
[3] De hecho, es significativo que la primera encíclica del papa Benedicto XVI (Deus caritas est del 2005) esté dedicada al tema del amor de Dios, y en ella se atestigua una reivindicación del eros al interior del ágape. La encíclica hace una reflexión sobre los conceptos de eros (amor sexual), agape (amor incondicional), logos (la palabra), y su relación con las enseñanzas de Jesucristo:  cuanto más se encuentran eros y agape, la justa unidad en la única realidad del amor, tanto mejor ser realiza la verdadera esencia de éste.
[4] Este imaginario amoroso, que parece muy secular sigue siendo tan profundamente religioso como los antiguos mitos hierogámicos, donde el amante estaba condenado a una serie de pasiones trágicas (pensemos en la relación Tammuz-Innana, o Isis-Osiris).

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