Aunque
existen muchas concepciones y definiciones sobre el amor, incluso
contradictorias o aún en desarrollo, pienso que en nuestra civilización
occidental podemos sintetizarlas en dos núcleos semánticos: la noción de Eros (procedente del pensamiento clásico
grecolatino), humana demasiado humana, bella, extática y estética, y la noción de Ágape (desde nuestra matriz
judeocristiana), divina demasiado divina, perfecta, compasiva y ética. Desde el
pensamiento grecolatino el amor (los afectos del alma que, desde el impulso
hacia los cuerpos bellos, llegaba hasta la esfera de la sabiduría y lo divino)
es similar (análogo) al deseo que quiere completar su satisfacción, pero cuyo proceso
existencial es altamente agotador por la dinámica de búsqueda permanente que
supone. Y desde la concepción judeocristiana el amor (ágape) se refiere más bien al ámbito de la gracia divina, siendo su
modelo la plenitud y perfección del amor inmerecido de Dios hacia las creaturas,
que se otorga sin condiciones a quien incluso lo rechaza, culminando con el
patetismo iconográfico de la crucifixión del hijo de Dios, sangrando por su
insensato amor a la humanidad.
Es
imprescindible aclarar algo: la noción de amor no se puede aplicar de forma exacta
y unívoca a otras culturas, quiero decir que, si bien “amor” puede implicar aquí
y ahora relaciones sentimentales o sexuales, no necesariamente hallamos un solo
vocablo análogo en otras culturas, por ejemplo, los mismos griegos antiguos separaban
entre eros, filia, aphrodisia, epithemia
(amor pasional, filial, sexual, deseante); hoy cómodamente abarcamos todo eso y
mucho más bajo una sola palabra: amor. Igualmente, la historia nos muestra con
sus hechos las dificultades del concepto: los cristianos antiguos rápidamente
separaron el ágape de la cupiditas, polos del deseo entre los cuales
se estableció una tensión tal que se dieron escenas tan dramáticas como las escritas
por San Agustín en su libro VIII de las Confesiones
o como el caso de Orígenes, quien optó por castrarse para no vivir más con sus
pulsiones concupiscentes[2].
Así la tradición cristiana pronto propuso un “amor puro” (a través de
pensadores como Clemente, Madame Guyon o Fenelon) tan perfecto que originó el
quietismo heterodoxo (el estado de perfección solo podía lograrse inhabilitando
la voluntad) y el desprecio jansenista al amor a los demás ya que cualquier
apego a quien no fuese Dios suponía desatender al único que lo merecía: “Él
hace que desees, Él es lo que deseas. Él mismo consuma el deseo”, dirá Bernardo
de Claraval (2018: 7, 21). Casi como un efecto especular: mi deseo se satisface
en él, pues él ha satisfecho el suyo creándome a su imagen. Tenemos dos
Narcisos contemplándose y satisfaciéndose el uno al otro. Pero el más genial aporte
de esta especularidad del amor cristiano es como reasume, sublimándolo, el deseo
humano (ávido, anhelante, total, caótico, imposible): éste puede ser guiado por
la voluntad y la razón, hasta convertirlo en un “deseo puro”, que es ya equivalente
al amor. Puro, para el místico Bernardo, significa aquí “colmado por la fusión
con el amado”, estado de beatitud si se consideramos que Dios libera el deseo
y, al mismo tiempo, le da un objeto a la medida de su desmesura: un objeto infinito.
Cada uno es como este “infinito”, ego
affectus est, porque Dios también es Amor.
Pero
el amor cristiano es mucho más complejo que lo dicho, pues también asimila el eros grecolatino, como lo muestra cierta
corriente mística, amalgamada con la erótica (Teresa de Ávila, Juan de la Cruz,
Johanes Tauler, Angela de Foligno, entre otros) que expresaba la experiencia
espiritual en lenguajes apasionados: dolor, sufrimiento, congoja, éxtasis, languidez,
deleites, gozos divinos, entre muchos más[3].
Desde
la baja Edad Media con el modelo del amor cortesano,
surge una nueva forma de entenderlo, que origina nuestro actual ideal romántico;
desde ahí los filósofos comienzan a sesgar su reflexión sobre el amor en lo
pasional, tal como veremos que sucede en Descartes o en Hobbes (con sus
esfuerzos por situar el amor en el marco de una antropología psicológica), o en
pensadores como Rousseau o Schopenhauer (llegan a un enfoque casi irracional de
la pasión amorosa, como trampa de la naturaleza para lograr sus propios fines).
La
actual concepción del amor, aparentemente secular y profana, posee sin embargo
una estructura simbólica (recuerdo que las mejores expresiones del pensamiento
dualista y simbólico se dan en el seno de las creencias religiosas) que trasluce las ancestrales luchas entre el bien y el mal,
entre la luz y las tinieblas. Basta recordar el último capítulo de la telenovela
de moda, la cartelera cinematográfica o una canción de música popular para entender
que aún quedan restos del amor cortesano medieval: los amantes solo satisfacen
su unión a costa de sacrificios, la muerte, la enfermedad, la decadencia moral,
el engaño y la calumnia, y un sin fin de dificultades que hacen que los amantes
siempre están frente a la tentación de abandonarlo todo, como repitiendo la
historia de Pedro Abelardo y su discípula Eloísa, Tristán e Isolda, Romeo y
Julieta, Laura y Petrarca[4].
El “amor verdadero” siempre es amor pasional.
En
fin, no hay una “esencia del amor” a respetar, nada hay en él que no venga
condicionado por la relatividad y la historicidad, lo que llamamos “amor” está atravesado
por los albures del lenguaje y sus múltiples simbolismos. O sea que el amor tiene
su propia narrativa histórica, y que dicha fabulación vive en nuestra existencia,
siempre nostálgica de una otredad que suele adornarse, cristalizarse, con múltiples
virtudes. De la mano del imaginario socialmente aceptado nos encaminamos en la
búsqueda del patético “príncipe o princesa azul”, o del supuesto “amor eterno”,
o incluso, siendo más simples, de la pretensión ilusa de inmutabilidad de los
afectos o ecuanimidad de la alegría. Por eso se hace necesario transformar
nuestros prejuicios sobre el amor, no sólo por dietética mental, sino para vivir
mejor nuestras experiencias afectivas, pasionales y amorosas en el vasto campo
de los símbolos y lenguajes del deseo y el amor. Y el epicureísmo puede ayudar
en ello.
[1]
Por
ejemplo, aunque no se insista mucho en ello, en latín hay dos términos: el vocablo “amare” que es el “amor adhesivo” y diligere, que viene a ser el “amor reflexivo”. Cuando usaban amare, se referían al amor en el cual
uno se “adhiere al otro”, se apega, quiere ser “uno solo” (como “amor pasional”),
mientras que cuando se referían al amor diligere,
entendían que se busca un amor diligente, atento, responsable, reflexivo,
porque la dilección (Diligere) pretende
un amor eterno y puro.
[2] Pese
a este maniqueísmo, Agustín llego a su famoso dictum: “Ama y haz lo que quieras”.
[3]
De
hecho, es significativo que la primera encíclica del papa Benedicto XVI (Deus caritas est del 2005) esté dedicada
al tema del amor de Dios, y en ella se atestigua una reivindicación del eros al interior del ágape. La encíclica hace una reflexión
sobre los conceptos de eros (amor
sexual), agape (amor incondicional), logos (la palabra), y su relación con
las enseñanzas de Jesucristo: cuanto más
se encuentran eros y agape, la justa unidad en la única
realidad del amor, tanto mejor ser realiza la verdadera esencia de éste.
[4]
Este
imaginario amoroso, que parece muy secular sigue siendo tan profundamente
religioso como los antiguos mitos hierogámicos, donde el amante estaba condenado
a una serie de pasiones trágicas (pensemos en la relación Tammuz-Innana, o
Isis-Osiris).
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