miércoles, 3 de octubre de 2018

Ser un maestro



El mito nos narra que los dioses, temerosos de que los mortales llegaran a conocer la verdad, y, por tanto, a ser como ellos, la escondieron, y para estar seguros de que no la encontraríamos, la ocultaron dentro de nosotros mismos. Bella imagen: quizás no exista un lugar tan inaccesible para el ser humano que su descuidado interior, donde reside su propia verdad.

Es comprensible que la figura del maestro se haya mostrado como necesaria para la búsqueda permanente de la verdad. Pero el maestro es, fue, y será siempre una figura difusa, que, como la belleza, parece residir más en quien la contempla, que en ella misma. Maestro, gurú, héroe, guía, modelo seductor, iniciador, orientador… sin duda las definiciones se escurren como agua en las manos de un niño.

Lo primero que puedo decir desde mi experiencia de varios años es que no hay un único modo de “ser maestro”; el auténtico maestro es un ser en constante transformación, que “cambia de piel” (asume diversas facetas de su profesión) según el fin buscado. “Lo que es el maestro, es más importante que lo que enseña”, señaló Karl Menninger. Aquí está la riqueza del oficio, pero al mismo tiempo su gran peligro. Tal vez si no olvidamos que el maestro no es una figura intelectual pura, sino que se parece a lo que tradicionalmente se ha llamado “sabio” (aquel que tiene un equilibrio perfecto entre conocimientos y experiencias, entre saber y coherencia de vida, para poder estar al tanto en cada momento, de los problemas con los que se enfrenta y la manera de hacerse comprender), podremos evitar los peligros de dicho cambio de piel.

William Ward (el pensador metodista, no el matemático católico) dijo que “El maestro mediocre cuenta. El maestro corriente explica. El maestro bueno demuestra. El maestro excelente inspira”. Y aún se discute sobre si es más importante que el maestro tenga conocimientos de la materia que imparte o posea el arte de “suscitar el aprendizaje”, enseñando adecuadamente. Ambas cosas son fundamentales. No es que uno conozca siempre la materia, sino que la conoce más que sus compañeros de viaje (sus discípulos) y lo que es más importante: que uno mismo está aprendiendo. No es que alguien tenga la capacidad óptima en el sutil arte de la enseñanza, sino que tiene un estilo y está firmemente mejorándolo sin cesar. Cuanto más conozca los antecedentes, capacidades, niveles de madurez, cualidades, y debilidades, talento e intereses de sus estudiantes, más capaz será el maestro de guiarlos, porque entonces podrá relacionar, en numerosas formas, su conocimiento.

Un maestro es muchas cosas: un guía, un seductor, un innovador, un puente entre generaciones, un modelo, un investigador, un consejero, un estimulador de la capacidad creativa, un formador de rutinas, un impulsor, un narrador, un actor, un estudiante, un emancipador, un evaluador, un realizador, una persona... Y entre esas muchas cosas, a mí me parecen importantes, para el quehacer del maestro, las siguientes:

  • Saber sacar eso tan positivo que convive en nuestro interior, ayudar a parir nuestras potencialidades. Porque no puedo enseñar nada a nadie, solo puedo hacerles pensar por sí mismos, ayudar a que cada uno saque de sí mismo todo lo que en él ya existe virtualmente, y lo vuelva acto.
  • Cultivar, labrar, con la meta de lograr que el estudiante aún semilla sea fruto, que él mismo se convierta en fuente de vida para otras vidas.
  • Ser instrumento de un ideal o utopía trascendente. El riesgo es claro: el maestro, que puede llegar a ser un liberador, puede igualmente convertirse en víctima.
  • Esculpir y forjar; más que hablar, actuar...y en esa gestualidad reposa la esencia de su oficio: toma una materia difusa, genérica, para otorgarle – como en la historia de Adán – un cuerpo, un nombre, una particularidad. Claro, con la aspiración de la perpetuidad, pero con el grave peligro de que sea “a su imagen y semejanza”.
  • Guiar: el maestro- brújula como orientación, punto de referencia, flecha indicativa del camino, ruta a seguir.
  • Producir catarsis...sale el maestro a escena, empieza la actuación: su palabra, sus gestos, su cuerpo, todo ello contribuye, nada es gratuito: ni el decorado, ni los efectos, ni el vestuario...todo contribuye a la acción dramática.
  • Proporcionar algo a alguien que no lo tenía o que ni siquiera sospechaba que existía.
  • Mediar, ser capaz de poner en contacto dos realidades distantes o extrañas; siendo apenas un facilitador, un instrumento para la comunicación o la comunión; un canal.
  • Custodiar: guardián del patrimonio más esencial de la comunidad.
  • Pero, sobre todo, generar placer y felicidad en el proceso de aprendizaje: Nunca olvidamos lo que aprendemos con placer. Al fin de cuentas, “la educación no es la preparación para la vida; es la vida misma” (John Dewey), y la finalidad de la existencia es ser feliz. 

El maestro, así entendido, apenas sugiere, no da todo, no ofrece soluciones, más bien multiplica las preguntas, afirma la duda, hace complejo lo que parecía simple; induce a pensar por sí mismo. El maestro debería ser capaz no sólo de enseñar, sino de proponer también modelos poéticos de vivir. Aquí el maestro es el “modelo a imitar”, el que nos induce a cosas grandiosas; aquel que nos lleva a lugares inimaginados, el que nos hace soñar, el que nos impulsa a la aventura de pensar.



El m

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