La reflexión
(el pensar por sí mismo) y la acción (las prácticas cotidianas) nos ayudan a
reducir la brecha que normalmente existe entre el modo cómo vivimos y lo que en
realidad desearíamos que fuera nuestra vida. Se
trata de un proceso praxeológico (reflexión y acción inseparables) que, en
tanto se va consolidando (experiencia), permitirá mayores logros; por eso es
importante ver, poco a poco, en cada paso de la vida, qué cambios podemos
realizar, y darles forma.
Lo que
llamamos “el sentido de la vida” está en la base del modo como vivimos: es su
fundamento, pero no se ve si no nos preguntamos reflexivamente por él; son los
cimientos que sostienen y dan forma a la existencia, pero como cimientos no son
visibles sin cierta “excavación”. Es
importante saber que cuando nos preguntamos por el sentido de nuestra propia
vida no buscamos una respuesta unívoca: lo que intentamos es entender el
espíritu de nuestro tiempo y señalar lo que queremos que nos ocurra en ese
contexto. Sin
embargo, para aclarar lo que deseamos primero comprender ciertos
condicionamientos culturales que subyacen bajo nuestras modos cotidianos de
pensar, sentir, amar y vivir.
Los modos adquiridos
Cotidianamente expresamos el sentido de una experiencia señalando su
utilidad (¿para que me sirve?). Esta es la principal herencia de nuestra
historia familiar y social: nuestros
padres y abuelos orientaron el sentido de sus vidas en la utilidad de sus actos
y en el poder que lograban sobre las cosas y las personas. Así, aprendimos que
somos personas si somos útiles y poderosos; no importa la calidad de nuestra
vida, sino cuánto producimos y cuánto tenemos.
Esta
es una cosmovisión utilitarista-productivista, que propone un modo de ser y
estar en la vida, que aún prevalece en nosotros, pero que se gestó desde un
estado de cosas muy diferente al actual: el estado de necesidad y carencia
en que se encontraba la humanidad a finales de la Edad Media, lo que generó la
lógica del “progreso” y forjó un modo de
vivir que transformó lo existente hasta entonces. Hoy podemos cambiar el modo
de ser y vivir basado en este paradigma,
porque ya no sintoniza totalmente con nuestro mundo.
No
olvidemos que nuestra lógica espontánea (el “sentido común” que guía nuestras decisiones)
todavía se basa en esta cosmovisión productivista. Pero hoy los sentimientos y deseos de muchos de nosotros ya no se alinean con
ese modo de sentir y querer, aunque todavía actuemos desde el. Este desfase
ocasiona una sensación de pérdida de sentido: ésta es la causa fundamental de
la crisis de valores, costumbres e instituciones en que nos hallamos. El
sentido productivista está enraizado y da forma a nuestras acciones cotidianas.
Si de verdad queremos cambiar, tendremos que resignificar el sentido que orienta nuestro modo de ser y de actuar.
Un cambio de principio
Somos parte del mundo y nuestros modos
de vivir cambian con él. Desde hace cinco décadas el mundo cambia radicalmente,
quienes vivimos hoy debemos sintonizarnos con el nuevo estado de cosas. Pero,
¿por dónde iniciar esto? Lo que daba sentido, y que heredamos de los siglos
anteriores, era el deber y eso señalaba siempre al resultado utilitario de lo vivido,
y no al disfrute de cada experiencia vivida; hoy el enlace con la fuente de sentido está en el deseo; la pregunta
ya no es “cómo se debe vivir”, sino “cómo quiero vivir”.
Asumir
que somos seres que desean y aprobar eso que palpita en nuestros deseos nos
permitirá conectar con nuevos horizontes de sentido. Generará en nosotros
actitudes y propuestas más amistosas con los otros y con el mundo, más
interesadas en la alegría y el goce de vivir, dando lugar a un nuevo modo de
convivencia en el que nos relacionaremos con los otros desde la alianza, la
inclusión y el amor, y no desde la competencia, el uso (y abuso) y la
exclusión.
Necesitamos
aprender a hallar sentido en la alegría de vivir cada experiencia; así aparecerán
en nosotros nuevas formas de sentir y valorar la vida cotidiana y el tiempo
presente; surgirá una sensualidad con mayor valor del aquí y ahora y no tan
pendiente del resultado, más interesada en la alianza que en el dominio sobre
las personas y cosas. Se trata de un modo de ser y vivir que implica limitar la
fuerza del registro utilitario productivista concebido a partir de la carencia
y la miseria, y nos permita acceder a los potenciales de bienestar que ofrece la actual situación.
Algunas cuestiones claves
Para
orientarnos en esta búsqueda debemos prestar atención a nuestros deseos: ¿Qué deseamos vivir, y cómo? Obvio la
pura espontaneidad no nos bastará para reorientar las prácticas: debemos pensar
nuevos caminos, desempolvar la imaginación y la intuición para diseñar
estrategias y acciones novedosas.
Debemos
aprender a no sobrevalorar lo establecido como verdadero por la educación que hemos
recibido. Eso implica repensar el sentido a partir del cual percibimos ciertos modos de vivir como buenos
(y los repetimos aunque no nos hagan felices) y otros como malos (sin examinar
si realmente son dañinos para nuestra vida o para la de los demás).
Necesitamos tomar contacto con lo que deseamos vivir, que
casi siempre está atrapado por los prejuicios del mundo viejo. Conviene que nos
autoricemos a pensar y validar proyectos y conductas que hasta ahora no nos hemos
atrevido a imaginar y desear, o que descartamos por incorrectas o imposibles apenas
afloran a nuestra mente. ¿Y si fueran mejores opciones, practicables y
posibles?
Es
importante invitar a quienes nos rodean (entorno familiar, laboral y social) a
compartir esta búsqueda de sentido y a encontrar juntos nuevas formas de
relacionarnos. Debemos aprender a vincularnos con ellos en tanto aliados que se
potencian mutuamente, y no como jueces que dictaminan la “buena conducta”
establecida.
Más cerca de las experiencias
Al activar en nosotros la capacidad de conectarnos con nuestros deseos
estaremos potenciando el cambio. Pero al
comienzo estaremos reconociendo sólo “el aroma del deseo”, lo más genérico de
él, el rumbo que vamos a seguir. Luego habrá que “encarnar” el espíritu que late en nuestros deseos. Para ello vamos
a necesitar imágenes más concretas, y
tendremos plantear la pregunta en cada ámbito de la vida: preguntarnos
sobre cómo queremos vivir el amor, el trabajo, las amistades, la relación con
nuestra familia, el vínculo con el dinero, etc. Y luego sí: habrá que inventar
y diseñar estrategias, proyectos, acciones y actitudes que vayan haciendo
realidad lo nuevo, siempre teniendo en cuenta nuestras posibilidades. El reto es grande y nos va a pedir tiempo y
atención, imaginación y aprendizaje. Pero el sentimiento de realización y
bienestar que encontraremos a cada paso nos ayudaran a esmerarnos cada vez más
y nos darán fuerzas para encontrar un nuevo sentido para nuestras vidas y actuar
desde él.