viernes, 15 de noviembre de 2019

Acerca del deseo y la libertad




Hoy prima la concepción teórica -realista y metafísica- adoptada por la metodología científica preponderante sobre el deseo (sobre todo en psicología y psiquiatría, pero también en la política, la economía y la educación); por eso creo necesario revisar en algo la historia de esta concepción sobre el deseo en su relación con la persona (mucho más cuando asumimos una crisis del sujeto contemporáneo), insistiendo en la relación entre deseo y libertad individual, más que -como era tradicional- con lo moral o lo patológico. De ahí los autores en los que voy a insistir en este texto.

Platón, dada su innegable influencia en toda esta historia, capta la naturaleza ambigua del deseo (entre privación y plenitud), y lo entiende como el impulso de toda búsqueda, de donde brotará la filosofía misma, como amor a la sabiduría. Pero ¿se puede pensar el deseo más allá de términos como negatividad y carencia? Spinoza, por el contrario, lo considera como un productor de valor, lo que Deleuze retomará, destacando el carácter ingenioso y laborioso del deseo. Freud, articulando deseo y prohibición, lo hará productor de fantasmas, porque se desea menos el objeto deseado que la fantasía inconsciente del mismo. De hecho, ¿no es el deseo, básicamente, ansia de deseos? Para Lacan, quien antropologiza el deseo (ubicándolo en el centro del debate sobre el sujeto) será el deseo del otro, un deseo mimético. Lyotard (1989) nos acerca a la cuestión del deseo de saber o de filosofar, y a su posible enseñanza. Baudrillard (2009) insistirá en que en el deseo actual de consumo lo que deseamos es el consumo mismo. Finalmente, ¿no es el capitalismo globalizado de hoy, la liberación del poder universal del deseo humano? Pero ¿no posee el deseo otro poder distinto de aquel ofrecido por la vida mercantilizada y desenfrenada de nuestro mundo globalizado, de modo que no llegue a convertirse en un deseo mortal, y por lo tanto en la muerte del deseo? Otros lenguajes, como el cine, el arte y la literatura, nos ayudan a responder estas preguntas sobre esa fuerza de gozar y actuar que es el deseo. ¿Qué nuevo paradigma sobre el sujeto surgirá si pensamos que el deseo no es divino ni natural, sino un rasgo único, definitorio y exclusivo del individuo, algo profundamente humano?

El deseo cruza misteriosamente nuestra existencia y cualquier filosofía que reflexione sobre ésta tiene que abordarlo como problema que nos constituye sin que sepamos realmente qué es ni adónde nos lleva. De ahí la gran variedad de nombres que se le han dado: Eros entre los griegos, concupiscencia para los cristianos, apetito en Descartes o Spinoza, tendencia o impulso (como la libido) en Freud[1].  ¿Se trata siempre de lo mismo bajo esta variedad de nombres, o es que el deseo, por su propia naturaleza, es variado y cambiante, múltiple y emocionante, como lo describen filósofos, literatos, poetas, psicoanalistas e incluso biólogos? Y al intentar sumergirnos ya no en el discurso intelectual, sino en el lenguaje mismo del amor y del deseo, inmediatamente lo vemos inadecuado, inoportuno, imposible, alusivo, relativo, cuando esperábamos que fuera directo: el lenguaje del deseo y del amor es un ir y venir, un dis-curso que va de acá para allá, pleno de metáforas. Por otra parte, es un lenguaje huérfano y desatendido por los otros discursos (sobre todo, el político y el científico) o incluso llega a ser proscrito, encubierto y evitado. Un discurso que parece hoy inactual, pero siempre presente. Lo cual implica preguntarnos: ¿decimos lo mismo cuando hablamos hoy del deseo en comparación a cuando leemos textos de otras épocas cuyo objeto es el deseo, la pasión, el amor? Más aún, cuando estamos enamorados, ardientes de deseo, ¿somos capaces de comunicar al otro algún significado? Me parece que la experiencia amorosa pone a prueba el lenguaje, su supuesta univocidad, su performatividad, su potencial referencial y comunicativo. ¿El lenguaje del deseo cumple estos requisitos? A ciencia cierta no, y no los cumple por la alta incertidumbre de su objeto, que nos remite nuevamente a las preguntas: ¿qué es el deseo? ¿qué es el amor? ¿qué es la pasión? … en su relación con el filosofar.

Existencialmente el deseo nos perturba, preocupa y a veces nos angustia, porque logra exaltar en nosotros valores muy altos (superiores a nosotros mismos), pero también puede hacernos caer muy bajo, en la abyección o bestialidad más paradójica con nuestro propio ser. ¿De dónde viene esa ambigüedad? Es verdad que, desde cierto punto de vista, el deseo es la marca de nuestra inserción en la naturaleza (de la cual nuestro cuerpo es el testigo, con sus impulsos, tendencias, necesidades o instintos); pero, desde otra mirada, el deseo exalta en nosotros los valores supremos cuando se combina con las facultades superiores de la mente. Es que en el deseo humano hay una fuerza que nos impulsa más allá de todo limite; por eso nunca se satisface con los objetos que apetece. Todos los objetos del deseo terminan siendo insatisfactorios, decepcionantes, y el gran misterio existencial parece ser este: ¿cuál es el verdadero objeto del deseo? Además, la etimología de la palabra deseo (desiderium, palabra latina derivada de sidus, estrella) hace que el deseo sea el anhelo de algo perdido[2]. Humanamente se trata no sólo del hecho biológico de una satisfacción sensible, sino de una nostalgia más profunda, la de un estado perdido o de una perfección vivida. Así es como entiendo a Platón cuando, en el Banquete, bajo la figura del deseo más real (la atracción sexual, pasional, arraigada en la carne), nos presenta un Eros que se eleva y nos lleva más lejos que nosotros mismos: deseo y amor que se conjugan y nos lanzan a lo que podemos llegar a ser, en nuestra plena y compleja libertad.



[1] Según la RAE “apetito” proviene del lat. appetītus. 1. m. Impulso instintivo que lleva a satisfacer deseos o necesidades. 2. m. Gana de comer. 3. m. Deseo sexual. 4. m. p. us. Cosa que excita el deseo de algo. Se puede establecer cierta relación entre el término latino y estos otros que veremos en nuestra reflexión: Conatus (Spinoza) –Begierde (Hegel)– Wille (Schopenhauer) –Wille zur Macht (Nietzsche)– Trieb (Freud), como si fuesen impresiones históricas de un mismo fenómeno, si bien experimentado de modo diferente por estos pensadores.
[2] Del lat. desiderium (deseo) y ésta del verbo desiderare (desear), compuesto por el prefijo “de-” y la palabra “sidus, sideris” – “estrella, constelación”. El verbo latino tal vez proviene de la expresión “de sidere” (“fuera de las estrellas”), con el significado de “extrañar, echar de menos" o literalmente “esperar a lo que las estrellas nos traigan”; y, por tanto, en sentido figurado “buscar, desear”. En it. “desiderare”, ing. “desire”, fr. “désirer”, cat. “desitjar”, port. “desejar”.

jueves, 30 de mayo de 2019

¿Y del deseo como amor qué?


Cuando decimos amor casi que automáticamente lo asociamos con romance, pero el concepto es mucho más complicado (tanto como idea que como sentimiento)[1]. El amor habla muchos lenguajes y la historia nos enseña que no ha sido siempre el mismo: los hábitos, la cultura, las tradiciones e instituciones, el devenir del tiempo, lo han matizado haciendo que asuma muchos rostros. Es un concepto abstracto (su opuesto sería odio o rencor), usado para enmarcar un sentimiento, un ideal, una ley natural, la condición ideal de ciertas cosas e, incluso, al lado de la felicidad, la mayor experiencia sensitiva que se pueda experimentar. ¿Por qué hay tantas ideas sobre el amor? ¿A qué se debe la existencia de tantos prejuicios y tabúes? ¿De dónde viene la idea moderna del amor como pasión trágica? ¿Por qué muchas canciones “románticas” son tremendistas y hasta crudas?

Aunque existen muchas concepciones y definiciones sobre el amor, incluso contradictorias o aún en desarrollo, pienso que en nuestra civilización occidental podemos sintetizarlas en dos núcleos semánticos: la noción de Eros (procedente del pensamiento clásico grecolatino), humana demasiado humana, bella, extática y estética, y la noción de Ágape (desde nuestra matriz judeocristiana), divina demasiado divina, perfecta, compasiva y ética. Desde el pensamiento grecolatino el amor (los afectos del alma que, desde el impulso hacia los cuerpos bellos, llegaba hasta la esfera de la sabiduría y lo divino) es similar (análogo) al deseo que quiere completar su satisfacción, pero cuyo proceso existencial es altamente agotador por la dinámica de búsqueda permanente que supone. Y desde la concepción judeocristiana el amor (ágape) se refiere más bien al ámbito de la gracia divina, siendo su modelo la plenitud y perfección del amor inmerecido de Dios hacia las creaturas, que se otorga sin condiciones a quien incluso lo rechaza, culminando con el patetismo iconográfico de la crucifixión del hijo de Dios, sangrando por su insensato amor a la humanidad.

Es imprescindible aclarar algo: la noción de amor no se puede aplicar de forma exacta y unívoca a otras culturas, quiero decir que, si bien “amor” puede implicar aquí y ahora relaciones sentimentales o sexuales, no necesariamente hallamos un solo vocablo análogo en otras culturas, por ejemplo, los mismos griegos antiguos separaban entre eros, filia, aphrodisia, epithemia (amor pasional, filial, sexual, deseante); hoy cómodamente abarcamos todo eso y mucho más bajo una sola palabra: amor. Igualmente, la historia nos muestra con sus hechos las dificultades del concepto: los cristianos antiguos rápidamente separaron el ágape de la cupiditas, polos del deseo entre los cuales se estableció una tensión tal que se dieron escenas tan dramáticas como las escritas por San Agustín en su libro VIII de las Confesiones o como el caso de Orígenes, quien optó por castrarse para no vivir más con sus pulsiones concupiscentes[2]. Así la tradición cristiana pronto propuso un “amor puro” (a través de pensadores como Clemente, Madame Guyon o Fenelon) tan perfecto que originó el quietismo heterodoxo (el estado de perfección solo podía lograrse inhabilitando la voluntad) y el desprecio jansenista al amor a los demás ya que cualquier apego a quien no fuese Dios suponía desatender al único que lo merecía: “Él hace que desees, Él es lo que deseas. Él mismo consuma el deseo”, dirá Bernardo de Claraval (2018: 7, 21). Casi como un efecto especular: mi deseo se satisface en él, pues él ha satisfecho el suyo creándome a su imagen. Tenemos dos Narcisos contemplándose y satisfaciéndose el uno al otro. Pero el más genial aporte de esta especularidad del amor cristiano es como reasume, sublimándolo, el deseo humano (ávido, anhelante, total, caótico, imposible): éste puede ser guiado por la voluntad y la razón, hasta convertirlo en un “deseo puro”, que es ya equivalente al amor. Puro, para el místico Bernardo, significa aquí “colmado por la fusión con el amado”, estado de beatitud si se consideramos que Dios libera el deseo y, al mismo tiempo, le da un objeto a la medida de su desmesura: un objeto infinito. Cada uno es como este “infinito”, ego affectus est, porque Dios también es Amor.

Pero el amor cristiano es mucho más complejo que lo dicho, pues también asimila el eros grecolatino, como lo muestra cierta corriente mística, amalgamada con la erótica (Teresa de Ávila, Juan de la Cruz, Johanes Tauler, Angela de Foligno, entre otros) que expresaba la experiencia espiritual en lenguajes apasionados: dolor, sufrimiento, congoja, éxtasis, languidez, deleites, gozos divinos, entre muchos más[3].

Desde la baja Edad Media con el modelo del amor cortesano, surge una nueva forma de entenderlo, que origina nuestro actual ideal romántico; desde ahí los filósofos comienzan a sesgar su reflexión sobre el amor en lo pasional, tal como veremos que sucede en Descartes o en Hobbes (con sus esfuerzos por situar el amor en el marco de una antropología psicológica), o en pensadores como Rousseau o Schopenhauer (llegan a un enfoque casi irracional de la pasión amorosa, como trampa de la naturaleza para lograr sus propios fines).

La actual concepción del amor, aparentemente secular y profana, posee sin embargo una estructura simbólica (recuerdo que las mejores expresiones del pensamiento dualista y simbólico se dan en el seno de las creencias religiosas) que trasluce las ancestrales luchas entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. Basta recordar el último capítulo de la telenovela de moda, la cartelera cinematográfica o una canción de música popular para entender que aún quedan restos del amor cortesano medieval: los amantes solo satisfacen su unión a costa de sacrificios, la muerte, la enfermedad, la decadencia moral, el engaño y la calumnia, y un sin fin de dificultades que hacen que los amantes siempre están frente a la tentación de abandonarlo todo, como repitiendo la historia de Pedro Abelardo y su discípula Eloísa, Tristán e Isolda, Romeo y Julieta, Laura y Petrarca[4]. El “amor verdadero” siempre es amor pasional.

En fin, no hay una “esencia del amor” a respetar, nada hay en él que no venga condicionado por la relatividad y la historicidad, lo que llamamos “amor” está atravesado por los albures del lenguaje y sus múltiples simbolismos. O sea que el amor tiene su propia narrativa histórica, y que dicha fabulación vive en nuestra existencia, siempre nostálgica de una otredad que suele adornarse, cristalizarse, con múltiples virtudes. De la mano del imaginario socialmente aceptado nos encaminamos en la búsqueda del patético “príncipe o princesa azul”, o del supuesto “amor eterno”, o incluso, siendo más simples, de la pretensión ilusa de inmutabilidad de los afectos o ecuanimidad de la alegría. Por eso se hace necesario transformar nuestros prejuicios sobre el amor, no sólo por dietética mental, sino para vivir mejor nuestras experiencias afectivas, pasionales y amorosas en el vasto campo de los símbolos y lenguajes del deseo y el amor. Y el epicureísmo puede ayudar en ello.




[1] Por ejemplo, aunque no se insista mucho en ello, en latín hay dos términos:  el vocablo “amare” que es el “amor adhesivo” y diligere, que viene a ser el “amor reflexivo”. Cuando usaban amare, se referían al amor en el cual uno se “adhiere al otro”, se apega, quiere ser “uno solo” (como “amor pasional”), mientras que cuando se referían al amor diligere, entendían que se busca un amor diligente, atento, responsable, reflexivo, porque la dilección (Diligere) pretende un amor eterno y puro.
[2] Pese a este maniqueísmo, Agustín llego a su famoso dictum: “Ama y haz lo que quieras”.
[3] De hecho, es significativo que la primera encíclica del papa Benedicto XVI (Deus caritas est del 2005) esté dedicada al tema del amor de Dios, y en ella se atestigua una reivindicación del eros al interior del ágape. La encíclica hace una reflexión sobre los conceptos de eros (amor sexual), agape (amor incondicional), logos (la palabra), y su relación con las enseñanzas de Jesucristo:  cuanto más se encuentran eros y agape, la justa unidad en la única realidad del amor, tanto mejor ser realiza la verdadera esencia de éste.
[4] Este imaginario amoroso, que parece muy secular sigue siendo tan profundamente religioso como los antiguos mitos hierogámicos, donde el amante estaba condenado a una serie de pasiones trágicas (pensemos en la relación Tammuz-Innana, o Isis-Osiris).

miércoles, 3 de octubre de 2018

Ser un maestro



El mito nos narra que los dioses, temerosos de que los mortales llegaran a conocer la verdad, y, por tanto, a ser como ellos, la escondieron, y para estar seguros de que no la encontraríamos, la ocultaron dentro de nosotros mismos. Bella imagen: quizás no exista un lugar tan inaccesible para el ser humano que su descuidado interior, donde reside su propia verdad.

Es comprensible que la figura del maestro se haya mostrado como necesaria para la búsqueda permanente de la verdad. Pero el maestro es, fue, y será siempre una figura difusa, que, como la belleza, parece residir más en quien la contempla, que en ella misma. Maestro, gurú, héroe, guía, modelo seductor, iniciador, orientador… sin duda las definiciones se escurren como agua en las manos de un niño.

Lo primero que puedo decir desde mi experiencia de varios años es que no hay un único modo de “ser maestro”; el auténtico maestro es un ser en constante transformación, que “cambia de piel” (asume diversas facetas de su profesión) según el fin buscado. “Lo que es el maestro, es más importante que lo que enseña”, señaló Karl Menninger. Aquí está la riqueza del oficio, pero al mismo tiempo su gran peligro. Tal vez si no olvidamos que el maestro no es una figura intelectual pura, sino que se parece a lo que tradicionalmente se ha llamado “sabio” (aquel que tiene un equilibrio perfecto entre conocimientos y experiencias, entre saber y coherencia de vida, para poder estar al tanto en cada momento, de los problemas con los que se enfrenta y la manera de hacerse comprender), podremos evitar los peligros de dicho cambio de piel.

William Ward (el pensador metodista, no el matemático católico) dijo que “El maestro mediocre cuenta. El maestro corriente explica. El maestro bueno demuestra. El maestro excelente inspira”. Y aún se discute sobre si es más importante que el maestro tenga conocimientos de la materia que imparte o posea el arte de “suscitar el aprendizaje”, enseñando adecuadamente. Ambas cosas son fundamentales. No es que uno conozca siempre la materia, sino que la conoce más que sus compañeros de viaje (sus discípulos) y lo que es más importante: que uno mismo está aprendiendo. No es que alguien tenga la capacidad óptima en el sutil arte de la enseñanza, sino que tiene un estilo y está firmemente mejorándolo sin cesar. Cuanto más conozca los antecedentes, capacidades, niveles de madurez, cualidades, y debilidades, talento e intereses de sus estudiantes, más capaz será el maestro de guiarlos, porque entonces podrá relacionar, en numerosas formas, su conocimiento.

Un maestro es muchas cosas: un guía, un seductor, un innovador, un puente entre generaciones, un modelo, un investigador, un consejero, un estimulador de la capacidad creativa, un formador de rutinas, un impulsor, un narrador, un actor, un estudiante, un emancipador, un evaluador, un realizador, una persona... Y entre esas muchas cosas, a mí me parecen importantes, para el quehacer del maestro, las siguientes:

  • Saber sacar eso tan positivo que convive en nuestro interior, ayudar a parir nuestras potencialidades. Porque no puedo enseñar nada a nadie, solo puedo hacerles pensar por sí mismos, ayudar a que cada uno saque de sí mismo todo lo que en él ya existe virtualmente, y lo vuelva acto.
  • Cultivar, labrar, con la meta de lograr que el estudiante aún semilla sea fruto, que él mismo se convierta en fuente de vida para otras vidas.
  • Ser instrumento de un ideal o utopía trascendente. El riesgo es claro: el maestro, que puede llegar a ser un liberador, puede igualmente convertirse en víctima.
  • Esculpir y forjar; más que hablar, actuar...y en esa gestualidad reposa la esencia de su oficio: toma una materia difusa, genérica, para otorgarle – como en la historia de Adán – un cuerpo, un nombre, una particularidad. Claro, con la aspiración de la perpetuidad, pero con el grave peligro de que sea “a su imagen y semejanza”.
  • Guiar: el maestro- brújula como orientación, punto de referencia, flecha indicativa del camino, ruta a seguir.
  • Producir catarsis...sale el maestro a escena, empieza la actuación: su palabra, sus gestos, su cuerpo, todo ello contribuye, nada es gratuito: ni el decorado, ni los efectos, ni el vestuario...todo contribuye a la acción dramática.
  • Proporcionar algo a alguien que no lo tenía o que ni siquiera sospechaba que existía.
  • Mediar, ser capaz de poner en contacto dos realidades distantes o extrañas; siendo apenas un facilitador, un instrumento para la comunicación o la comunión; un canal.
  • Custodiar: guardián del patrimonio más esencial de la comunidad.
  • Pero, sobre todo, generar placer y felicidad en el proceso de aprendizaje: Nunca olvidamos lo que aprendemos con placer. Al fin de cuentas, “la educación no es la preparación para la vida; es la vida misma” (John Dewey), y la finalidad de la existencia es ser feliz. 

El maestro, así entendido, apenas sugiere, no da todo, no ofrece soluciones, más bien multiplica las preguntas, afirma la duda, hace complejo lo que parecía simple; induce a pensar por sí mismo. El maestro debería ser capaz no sólo de enseñar, sino de proponer también modelos poéticos de vivir. Aquí el maestro es el “modelo a imitar”, el que nos induce a cosas grandiosas; aquel que nos lleva a lugares inimaginados, el que nos hace soñar, el que nos impulsa a la aventura de pensar.



El m

miércoles, 5 de septiembre de 2018

A propósito de... hoy quiero hablar de espiritualidad




Hoy quiero reflexionar sobre un tema que me apasiona, aunque muchos no lo crean: la espiritualidad.

Todo ser humano anda en busca de espiritualidad. La mayoría buscamos y experimentamos la espiritualidad a través de una religión, si bien ésta no es la única forma de hacerlo. Algunos lo hacen durante toda su vida, otros sólo en momentos concretos. En ocasiones porque debemos enfrentar miedos o situaciones límites de la existencia, y necesitamos respuestas; en otros casos, por el deseo de saber si efectivamente hay algo más allá de lo perceptible. Pero, en cualquier caso, es muy difícil precisar qué es espiritualidad. La respuesta varía según las personas y las culturas de las que proceden. Posiblemente el único punto en común sea la búsqueda de un sentido a la existencia y la sed de saber.

Desdichadamente, mi experiencia y conocimientos en este campo son bastante limitados. Creo que la espiritualidad es algo muy personal. Para mí una doctrina moralista y represora, como aquella en la que a veces convertimos nuestra experiencia religiosa, no satisface mi necesidad espiritual; para mí, la espiritualidad está ligada a la belleza, a los sentidos, al placer, a la libertad, al sexo y la sensualidad, a la tierra, a lo más profundo de cada uno, a la generosidad, a la bondad, a la compasión, al amor, a la vida… en una palabra, a la realización y a la felicidad, personal y comunitaria. Existen miles de detalles en la vida y en la naturaleza que me indican que hay un ser superior y que parte de ese ser habita en nosotros y en todas las cosas: el aire, una hoja, una flor, la tierra mojada, una mano amiga, una sonrisa, una abrazo fuerte, una oración, una mascota, un amanecer, un bebé... Miles de cosas pequeñas, sencillas y simples que me hacen seguir creyendo.

Creo que el primer paso para hallar nuestro camino espiritual es liberarnos de la carga que suponen las religiones, los cánones, las imposiciones sociales, los reglamentos y normas, etc. Un individuo puede pasar toda su vida obedeciendo las enseñanzas y las creencias de una sociedad o de una religión sin encontrar jamás el camino apropiado para él mismo; el camino que le haga feliz y le permita realizarse. Por supuesto que hay ventajas en hacer parte de unas creencias comunes, pero somos seres en constante formación y evolución; por eso hay que dejar siempre las puertas abiertas para profundizar, para investigar, para aprender, para cambiar.

La verdad y las respuestas están en nosotros mismos. Según como nos enfrentemos a nosotros mismos nos enfrentaremos al mundo que nos rodea. Ello significa, entonces, poder disolver las rígidas y mecánicas estructuras impuestas por nuestro consciente. Nadie puede decirnos qué camino tomar. Lamentablemente, las sociedades y las religiones se basan más en el conformismo, la seguridad y el orden social que en la búsqueda de la verdad. Por eso, cada uno debe buscar y elegir lo que necesita y es bueno para él mismo. Y la única manera de hacerlo es desnudando el alma: enfrentarnos íntimamente incluso a la desesperación, a la soledad, a la ansiedad. Es así como llegamos al descubrimiento de quiénes somos realmente, a nuestro auténtico ser; sin otras implicaciones. Es una aventura y una opción personal. Hay que aceptar que las respuestas a todas nuestras preguntas están dentro de nosotros mismos. Si nos aceptamos, las respuestas vendrán solas. Aparecerán simples y mágicas.

Desde mi punto de vista, la espiritualidad es silenciosa dado que toda palabra es débil e imperfecta; por eso, deberíamos aprender a elevarnos en una adoración sin palabras. Una adoración basada en los sentidos, sentimientos, percepciones e instintos. Uno puede conectarse con lo divino de muchas maneras: actuando, meditando, cantando y bailando, gozando con el sexo, abrazando, acariciando, admirando la belleza natural, siendo generosos, sonriendo, amando desinteresadamente, etc.

Por eso, en últimas, creo que espiritualidad es reconocer que el mundo que percibimos es una mera ilusión; que el fin último de la vida es despertar nuestro auténtico ser, nuestras potencialidades; que este existir está profundamente conectado con toda la creación; que tenemos que disfrutar del don de la vida con plenitud; que la vida y la naturaleza son nuestra verdadera escuela; que somos buscadores permanentes de la verdad; que creemos en el amor incondicional. Ser espiritual es vivir en la belleza, en el equilibrio y en el goce, es ver con el corazón, es compasión, es convertir en sagrados todos nuestros actos y vivir en plenitud reconociendo que cada uno es su máxima autoridad.

lunes, 30 de julio de 2018

La amistad como seducción




Uno de los diálogos de Platón que más me impacta y seduce, por su tono dramático y al mismo tiempo su carácter lúdico, de humor intelectual, es el Lisis (Sobre la amistad). En él Sócrates despliega plenamente su capacidad de seducción filosófica.

¿Cuál es el escenario dramático? Dos jóvenes efebos, Ctesipo e Hipótales, amigables y despreocupados, son invitados por Sócrates para que lo pongan al tanto de cuáles son sus intereses en el gimnasio. Hipótales queda “fuera de base”, y se ruboriza ante la pasión que lo envuelve. Esto le da a Sócrates la oportunidad de presentarse a sí mismo como un experto en cuestiones de amor. Ctesipo sale al paso de su compañero y comunica a Sócrates el enamoramiento de Hipótales por Lisis, y de cómo aquél se desvela en arrebatos de inspiración poética. Sócrates aprovecha para dar la primera lección: que no conviene elogiar a la persona que se quiere seducir, pues: “el que entiende de amores no ensalza al amado hasta que lo consigue”. Así pues, para conseguir “ser grato a los ojos del amado”, Sócrates planeará una nueva estrategia para atraer la atención del joven Lisis. Y le aconseja a Hipótales ocultarse, mientras atrae a Lisis.

Cuando Sócrates queda a solas con Lisis, comienza un primer diálogo con el niño, que versará sobre su actual situación de subordinación, como hijo menor. Sócrates y Lisis acuerdan que la razón de que sus padres obren así es la consecuencia de su falta de capacidad y entendimiento, por su corta edad e inexperiencia. Cuando Lisis admite que poseer un saber práctico y útil es la condición, tanto de su libertad de movimiento como del aprecio de sus padres para con él, Sócrates amplía el horizonte de esta situación a niveles de mayor abstracción, para reafirmar su tesis fundamental de que la utilidad es el motivo más sustantivo para ser querido, induciendo al niño para que admita que la utilidad de su sapiencia será valorada también luego por los demás. Y concluye que para ser amigo de alguien y para que alguien sea amigo nuestro es necesario ser útil. Esta tesis central no será refutada como idea fuerza y atravesará todo el sentido del diálogo.

En este comienzo del diálogo se recalca la función educativa y de perfeccionamiento moral del amor y, a la vez, enseña (sobre todo a Hipótales que sigue de cerca la conversación) que al ser amado no se deben dirigir elogios, de modo que su orgullo lo envanezca, sino, por el contrario, se deben usar palabras que rebajen sus pretensiones de suficiencia, lo que debe dar como resultado un ansia natural de mejoramiento. Y con más razón si el amado es un joven cuya falta de experiencia se educa por medio del amor filial, según los cánones tradicionales.

En un segundo momento, ahora con Menexeno. compañero discutidor de Lisis, lo que hará Sócrates es justamente erosionar la evidencia de lo recíproco en la amistad mediante la dislocación del sujeto amigo, desde su rol activo, como amante, hacia el rol pasivo del otro sujeto como amado. La pregunta desencadenante es: Si un hombre ama a otro, ¿quién es el amigo, el que ama o el que es amado? Y el dialogo avanza al estilo socrático, desmontando poco a poco todas las respuestas que Menexeno va dando. Al retirarse este último, Sócrates vuelve ahora a la indagación con el pequeño Lisis. Sócrates sugiere a Lisis revisar las opiniones de los poetas. Y continuando el va y viene del diálogo socrático van concluyendo que son los opuestos y no los semejantes los sujetos más idóneos para tener relaciones de amistad basadas ahora en la complementación de una necesidad. Pero esta tesis de la atracción de los contrarios luego será refutada. Y Sócrates avanza con una nueva intención, consistente en introducir un tercer género, el neutral o intermedio, que sería lo amigo de lo bueno.

El logro inmediato de esta parte del drama es que el verdadero sujeto de la amistad es el ser humano, instalado entre los dioses y las bestias, entre lo perfecto y lo imperfecto. No obstante, y para llenar de contenido el sentido último de la amistad, hay que avanzar hacia la pregunta por el sentido último de la amistad en conexión íntima con la sabiduría existencial que Sócrates busca. Ahora Sócrates propone un cambio de punto de vista. Si alguien ama, o es amigo, debe ser por alguna causa y buscando algún fin. ¿Y será esto, con miras a lo cual un sujeto es amigo o amante de su amado, también algo deseado?

En términos sencillos se plantea que, en este proceso del deseo, no todo es apreciado por sí mismo, sino que algunas cosas lo son por otras que vendrán después; y como no se puede desear en forma indefinida, tiene que haber algo que es querido como fin último: este es el primer amigo u objeto último del amor en la cadena del deseo. Este esquema muestra un escenario teórico en donde se distinguen con claridad los medios y los fines. Si ese objeto superior existe, implica que todos los amigos queridos sólo son como fantasmas con respecto a lo verdaderamente querido, pues esto es esa cosa última, que no es deseada sino por sí misma. Sócrates identifica este primer amigo con el bienestar o felicidad, que en la perspectiva inmanente del diálogo equivaldría a aquello de mayor utilidad, cuestión que no se ha refutado hasta ahora en el diálogo.

Ahora bien, ¿si lo que amamos como fin último es el bien-útil?, la respuesta definitiva debe apuntar a la conveniencia como criterio decisivo. Pero ¿útil para qué, o mejor dicho, para quién? En este punto me parece que hay dos opciones posibles de adoptar, la primera es:

a.      El autoamor: no amamos el bien por sí, sino porque lo necesitamos nosotros mismos. Cada uno de nosotros es el verdadero y primario amigo, y siempre sería así, sin importar cuál fuera el bien querido. Se entiende que debido a que nos amamos a nosotros mismos, también queremos el bien (en cuanto útil), pues éste es el remedio contra el mal que impide que disfrutemos lo que somos.

b.      El amor a los otros: Para ello debemos recordar el planteamiento inicial del diálogo con Lisis: el joven será querido por todos en la medida en que su buena educación lo transforme en alguien provechoso crecientemente; si Lisis llegara a tener un saber útil para los demás, es decir, para sus padres, sus vecinos, sus conciudadanos, lo estimarían como un ser amable, como un sujeto provechoso en este esquema progresivo de una sociedad que se beneficiará con su sabiduría práctica. Ser útil para los demás es la posible salida al matiz egocéntrico del amor a sí mismo, que siendo verosímil resulta incompleto y narcisista.

Caigo ahora en el último giro de este dialogo, en donde se esboza una teoría general del deseo a partir de una nueva estrategia de refutación. Puesto que antes se dijo que el sujeto humano, que no es ni bueno ni malo, ama lo bueno por causa de lo malo, la falacia reside en que si el mal –ya sea del cuerpo o del alma– no existe más, entonces el bien ya no sería de ninguna utilidad; y aparece así que el bien ya no sería querido por sí mismo sino como una condición instrumental para conseguir otra cosa. Entonces resulta que la causa de que algo sea querido es el deseo, y –agrega Sócrates– uno desea aquello que le falta. Luego resulta que el amor, la amistad y el deseo  apuntan siempre a lo más propio y familiar, es decir, a lo que le pertenece a uno por naturaleza: lo que es connatural. Si Lisis y Menexeno son amigos, entonces lo son porque de algún modo son afines y se pertenecen el uno al otro, y nadie desea o ama a otro a menos que sea parecido a su amado. Se concluye que el verdadero y no fingido amante deberá ganarse el afecto de su amado.

La teoría de la seducción socrática consiste entonces en una inducción del amado para reducir su autoestima y así crearle la necesidad de una relación de maestro y discípulo. Ser amado equivale a ser necesario y eso implica estar inserto en un mundo, donde la función provechosa es un fenómeno dialéctico entre individuo y sociedad. Es la satisfacción amplia de sentirse parte de un todo, en donde se construye una forma de utilitarismo práctico y recíproco, eso sí, mediatizado por una educación de inspiración socrática, en la medida y proporción que le compete a cada miembro de la comunidad.


martes, 24 de julio de 2018

Ser un seductor...




Definirme como seductor es simple, aunque sea tautológicamente: Seduzco, atraigo o provoco fascinación, cautivo el ánimo… eso hace seductor a un hombre. Cézanne dijo que “La cosa más seductora del arte era la personalidad del propio artista”.

Con mis largos años de ejercicio de ese oficio necesario, pero imposible, que es el ser maestro lo he comprobado: el aprendizaje es seductor cuando el aprendiz capta la pasión del maestro por lo que le enseña (descubre que el maestro vive o intenta vivir lo que enseña; que vibra con lo que sabe y quiere trasmitir; que no está hablando de algo que él no haya experimentado antes; que puede ser un modelo de vida). Si el maestro no siente y expresa esa pasión, solo esta trasmitiendo información… y eso no seduce; es mas atrayente googlear y obtener la información que se desea.

Igualmente con muchos años de experiencia en liderar un proceso determinado, un equipo de trabajo, un programa académico, una facultad universitaria… y pensando siempre que no tenía habilidades para la gestión (por considerarme ante todo un académico), descubrí sin embargo que la clave estaba en empoderar, después de enseñarles el oficio, a quienes debía liderar; y empoderarlos de verdad, de tal modo que creyeran en sus potencialidades y solo recurrieran a mí cuando realmente ya no supieran que hacer, o la responsabilidad superara sus capacidades de ejercer poder. Y descubrí que ese “descubrimiento” me había convertido de verdad en un líder seductor.

Y si paso al campo de las relaciones humanas (amistad, complicidad, amor de pareja entre otras) pudo constatar lo mismo: sólo seduce quien es auténtico, quien se presenta tal como es, quien no oculta sus errores ni teme expresarlos, quien manifiesta toda su pasión, pero, sobre todo, quien de verdad hace sentir al otro como un rey, un príncipe o un ángel, como alguien especial…. Porque logró conocerlo tal cual es (e incluso mucho más de lo que ese otro pudo y quiso expresar de sí mismo), porque logró impulsarlo en todas sus potencialidades y valorarlo pese a sus debilidades, y, sobre todo, porque lo hizo sentir importante y necesario, y nunca coartó su libertad personal. Eso si seduce.

Seducir, lo sabemos, es presentarse como un alguien deseable para el otro. No necesariamente que uno ya sea lo que él desea sino porque uno se convertirá en lo que va a desear como fruto del proceso de seducción: alguien que lo hará entrar en el juego del deseo. Ahora bien, si la tentación es realista (porque sabemos que vamos a “caer” en ella aunque no queramos), la seducción no lo es: en ella no hay lugar para esa seriedad “racional” de quien sabe a qué atenerse sobre sí mismo y los demás, o de quien está “congelado” en su certeza de poseer ya la verdad y vivir correctamente.

Y es esa ambigüedad la que genera la seducción (“¿eres serio, o te estás burlando de mí?”, “¿Podré confiar en alguien como tú?”). En un proceso de seducción siempre están presentes: la puesta en escena, el doble o triple sentido, el artificio, la apariencia, incluso la misma mentira; pero esas “herramientas” no necesariamente tienen que ser negativas o maquiavélicas, todo depende de la intencionalidad con que se ponen a funcionar.

Y por eso es que todo lo que he escrito hasta aquí demuestra que lo que seduce no puede ser nunca lo que de antemano se desea. Nos imaginamos desear lo que nos está seduciendo, pero esto es falso: lo que nos está seduciendo hace de nosotros sujetos deseosos… y la cuestión de lo que verdaderamente deseamos queda abierta a lo desconocido, que nos hace reconocer que lo que nos sedujo fue la promesa. Ser seducido, es experimentar que uno no es realmente uno mismo sino hasta encontrar algo inesperado. Sin esto, se trata de otra cosa: nos gusta, nos tienta, pero no nos seduce.

A quien llegamos a querer de verdad (en esa multiplicidad de niveles y géneros de amor posibles para los humanos, tantos como la escala de grises existente entre el negro y el blanco), es a quien no habríamos deseado por nosotros mismos; porque nunca, por nosotros mismos, hubiéramos sido sujetos por ese deseo. Fue necesario el encuentro mágico y casual, intempestivo. Porque ser seducido, es ser desviado de una ruta que ya era una forma de desear, pero comprensible, común, compartible. Cuando se es seducido, nada de eso vale: ya no sólo el objeto es completamente injustificable ("Pero, en fin, ¿qué es lo que me atrae de esa persona? ¿qué veo en ella?"), sino incluso lo que el estar seducidos nos impulsa a hacer (que corresponde a un deseo que nunca habríamos sospechado que teníamos) nos es estrictamente incomprensible. ¿Qué podría ser más absurdo en efecto de que dejar todo, familia, posesiones, responsabilidades sociales, para seguir a una persona que no conocíamos hace una hora?  ¡La seducción está, sin embargo, en que lo hacemos! Y es que se actúa con la perfecta lucidez de no reconocerse a sí mismo (¡si me hubieran dicho, hace solamente dos días, que yo me actuaría así!), de no entender lo que se hizo, o condenarlo, y que eso sin embargo, no nos importe (¡sé que estoy haciendo la mayor estupidez de mi vida, pero no importa!).

En su Diario de un seductor, Kierkegaard expresa con destreza y pasión: “Toda relación amorosa tiene que vivirse de tal forma que resulte más tarde fácil para nosotros conservar un recuerdo que encierre toda la belleza”. Inquietante…pero realista: el amor se vive en el presente, plenamente, como si ese instante fuera una eternidad, sin lamentar el pasado ni soñar con un amor eterno que dure para siempre. Sólo así el recuerdo será siempre bello. Y luego Kierkegaard añade: “¡Como si el temor no hiciera interesante el amor!”. Ahí está el poder de la seducción: pese a todas las razones y temores… te aventuras y todo se vuelve interesante. Y remata con esta contundente verdad: “Para un hombre todo habrá acabado cuando se haya hecho tan viejo que ya no pueda aprender nada de un joven”. ¿Qué podría seducir más a un joven que las canas de la experiencia y la libertad de los años vividos? Y, ¿qué puede seducir mas a una persona madura que la irreverencia y locura juvenil?

La cuestión fundamental en la seducción es que el sujeto está dividido, se ha convertido en otro diferente a sí mismo, y sobre todo que él lo ignora. Y es a partir de esta ignorancia que la seducción aparece como un desvío y como un sometimiento: de quien me seduce yo me convierto literalmente en su sujeto, en el sentido de que quedo bajo su responsabilidad. (Tal vez solo la sujeción permite convertirse en sujeto en el sentido de responsable, si la responsabilidad necesaria requiere en su estructura que uno sea siempre responsable ante el otro).

Pero este sometimiento al seductor, que define la seducción, es en sí mismo ambiguo, susceptible de una doble comprensión cuya unidad podría constituir nuestra noción de seducción. Basta con contemplar algunos ejemplos. Una mirada cruzada en la calle, una figura esbelta vista en la multitud, una idea que surge de la pluma, una publicidad poco convencional, son realidades atractivas. Una mirada mordaz, una proposición lucrativa, el discurso de un demagogo, son realidades seductoras. Otras cosas pueden ser a la vez atractivas y seductoras como la mayoría de las actividades intelectuales (el estudio, la política, el arte) y, por supuesto, la filosofía que es atractiva cuando te abre a la alegría de pensar y a la felicidad de descubrir, pero que es seductora cuando se convierte en doctrina proveedora de certezas materiales o metodológicas para quien sólo tiene una vida de discípulo o imitador. Acabamos de decirlo: nada seduce si no es en esa ambigüedad donde ahora descubrimos que la seducción ocupa, paradójicamente, el primer lugar. Y seguramente ser seducido, es ante todo, siempre y primero, dejarse seducir por la seducción misma: la seducción es un concepto atractivo y uno se siente atraído por la idea de ser seducido - donde prima por supuesto el carácter representativo o, más precisamente, ficcional, de todo lo que conforma el vasto campo de la seducción.

Y en eso ficcional de la seducción hay mucho de locura, de irreverencia, de aventura, de complejidad. Unas frases tomadas de películas inolvidables me permiten culminar esa idea:

a.      “¿Te gustaría tener un encuentro sexual tan intenso que pudiera cambiar tus ideas políticas?”: John Cusack, en The Sure Thing (1985).
b.      “Tú me haces querer ser un mejor hombre”:Jack Nicholson en As Good As It Gets (1997)
c.      ¿Ese cañón dispara o es mi corazón que late con fuerza?”: Ingrid Bergman en Casablanca (1942).
d.      “Te quiero a ti. Quiero todo de ti. Tu y yo. Todos los días”: Ryan Gosling en The Notebook (2004).
e.      “Yo no muerdo, tú sabes…a menos que me lo pidan”: Audrey Hepburn en Charade (1963).

¿Seductoras? No hay duda. ¿Ingeniosas? Claro que sí. ¿Irreverentes? A mas no poder. ¿Locas y aventureras? Solo habría que pronunciarlas para comprobarlo. Porque en ellas están varias de las características del auténtico seductor. Un seductor seduce por ser quien es.



martes, 3 de julio de 2018

Lo difícil que es hacerse entender…


Realmente a veces es difícil lograr que nuestras palabras, gestos y lenguaje no verbal sean comprendidos plenamente o, al menos, que nos entiendan como queremos. Hay muchos factores que inciden en ello, algunos nuestros y otros de la persona que queremos que nos entienda. Factores como los estados de ánimo, las experiencias que acabamos de vivir, los problemas que nos aquejan,
etc.

Hoy se me presentó una situación donde lo que yo quería transmitir fue malinterpretado. Es un simple ejemplo de discrepancia entre lo que pretendí expresar voluntariamente y lo que fue percibido por la otra persona. Típica situación que genera más desgastes y discusiones que las que el tema merecía. Pero examinando ahora la situación, con un poco más de distancia, descubro que sencillamente fui víctima de mi propia ansiedad, de mi deseo de compartir lo que sentía.

¿Por qué nos es tan difícil entender y aceptar las cosas sencillas de la vida? ¿Por qué nos gusta sufrir cuándo en realidad hay cosas que podemos solucionar con facilidad, por qué malgastar nuestra vida y olvidar los regalos que se nos dan? ¿Será porque no valoramos lo que tenemos en realidad? ¿Cuántas veces hemos dejado ir alguien o algo que vale la pena y luego nos arrepentimos... y lo peor es que ya
nunca más volverá? Son preguntas importantes, pero no tengo la respuesta para ellas…

Lo mismo ocurre en el mundo de la educación en el que me muevo: cada vez más y más veo lo complicado, lo arduo, que es comprender lo que alguien nos quiere decir, sobre todo si es un punto de vista nuevo para quien nos escucha, y lo difícil que es hacerse entender cuando la otra persona no hace más que buscar en su mente ideas similares, compararlas y así creer que ya sabe de lo que hablo. 

En ese caso, si lo que decimos no encaja del todo con su idea preconcebida, entonces sencillamente dice que no está de acuerdo con nuestra idea. Así explicar algo, y hacerse entender, se vuelve una carrera de obstáculos. ¿Por qué será tan complicado hacernos entender?

Sencillamente tengo que decir que no sé la fórmula mágica para entender mejor a los otros, ni para hacerme entender con facilidad. Pero lo que sí sé, es que todo tiene que ver con escuchar a los otros con auténtica atención, sin comparar lo que está diciendo con lo que ya sabemos, o creemos saber… tratando de ver las cosas con sus propios ojos, captando su punto de vista.

jueves, 21 de junio de 2018

Un día más, un año más…



Un día más, un año más…
365 días de múltiples experiencias,
y un año más de caminar, dando pasos a veces inseguros,
en este mundo donde existimos juntos,
llevando sentimientos, emociones y vivencias
a diestra y siniestra, a unos y otros.

Un año más de vida, siempre aprendiendo,
buscando cada instante ser más humano, profundamente humano,
reconociendo errores, aunque casi siempre cueste entenderlos,
y valorando experiencias en todo aquello que parece y no es...
creyendo pese a todo, trascendiendo lo que parece simplemente inmanente.

Un año más de vida… y sigo caminando 
en ese andar pleno de tropiezos, pero también de momentos llanos y plenos,
que en verdad hacen crecer sin envejecer...
un año más en la cotidianidad siempre amando, amando todo siempre...
porque simplemente me siento amado.

Un año más para superar todo aquello que en la vida he encontrado, 
que me ha sido dado sin merecerlo,
sabiendo que aquí estoy de nuevo caminando y, ante todo, amando,
porque cada día siento más unido mi corazón a mis pensamientos,
mis emociones con mi corporalidad, mis sentimientos con mis cercanos,
mi existencia con aquello que me supera y me trasciende...
viviendo así un año más en medio de tantos caminos que se cruzan.

Y un año más en el que rindo mi amor y mi cariño
a todos los que han permitido con su cercanía,
que yo, hoy en este nuevo año de mi vida, siga aquí,
y pueda agradecer desde lo más profundo de mi corazón,
en el que llevo presente, cada instante, cada sentir y cada vivencia,
y donde tengo que agradecer por todo y a todos...

martes, 15 de mayo de 2018

En el día del maestro: ¿Nada se puede enseñar o todo se puede enseñar?


No se puede enseñar nada a un hombre; sólo se le puede ayudar a descubrirlo en su interior”, dijo Galileo Galilei… Nothing can be taught. Oscar Wilde lo dice más contundentemente: “Nada de lo que vale la pena saber se puede enseñar”, que es como si dijéramos que lo que nos enseñan o aprendemos no siempre es lo más importante y pudiéramos prescindir de ello. Además, recuerdo aquella frase lapidaria de una maestra: "Lo que se enseña nunca es lo que se aprende", pues siempre se aprende algo, pero no necesariamente lo que el maestro, el libro o el sistema pretendían enseñar.

Por otra parte resalto que lo que es verdaderamente importante (¿Qué será eso?) está dentro de nosotros y sólo requerimos que alguien nos ayude a descubrirlo. Eso es que lo que los antiguos pensadores –podemos decir que de todas las culturas– enseñaron: “Conócete a ti mismo”, “Solo sé que nada se”, “El hombre es la medida de todas las cosas”, “Ama y haz lo que quieras”, “Yo soy el camino, la verdad y la vida”.  Es que el conocimiento más importante es el de uno mismo, que supone el conocimiento sobre el propio quehacer, y por tanto, sobre el propio aprendizaje. Es decir, yo soy el único responsable de mi propio aprendizaje (así como de mi propia vida); lo que significa que debo ser consciente de lo que hago, de tal modo, que yo mismo pueda controlar eficazmente mis propios procesos vitales. Eso es lo más importante que tengo que aprender… o sacar  (¿parir?) de mí mismo con la ayuda de mis “maestros”. Eso es lo que me puede hacer sabio.

Creo que, o mejor he aprendido, que la vía principal para adquirir ese meta-conocimiento es la reflexión sobre la propia práctica situada en el contexto. Eso es lo que he llamado praxeología desde hace varios años. Lo que finalmente ella pretende es formarnos para lograr nuestra propia autonomía, independencia, y juicio crítico, y todo ello mediatizado por un proceso permanente de auto-reflexión y de narración autobiográfica. Es un proceso que realizo yo mismo, siempre con la mediación de mis maestros.

Ahora bien, en el ejercicio docente siempre existe el peligro de caer en una práctica unilateral y, a veces, rutinaria y mecanicista: el profesor actúa desde su posición de poder, en un extremo del aula, transmitiendo conocimientos e información a los alumnos quienes, en el otro extremo, pasivamente escuchan y tratan de interiorizar esos nuevos conocimientos, que luego el docente evaluará subjetivamente. No puedo sino lamentar y condenar esta práctica que es opuesta a mi modo de entender el proceso educativo. Creo que el ser un verdadero maestro implica una relación mucho más cercana y directa con sus estudiantes. Eso que en la teoría de la comunicación explican así: para que un orador capture la atención de su público y comience a ser escuchado debe ser capaz de sintonizarse primero con su audiencia, y luego seducirlos para lograr desencadenar en ellos el proceso de aprendizaje. Basta que pensemos en Jesucristo, quien enseñó su mensaje a sus discípulos de un modo radicalmente personalizado, conviviendo con ellos; para mí fue el primer maestro praxeólogo y holista de nuestra era.

Definitivamente, hay que pensar en estrategias de enseñanza y metodologías mucho más interactivas y personalizadas para realizar el oficio de maestro. ¿Podremos aprender a estar totalmente presentes con y para nuestros discípulos, en sus propias, diversas y originales vidas y quehaceres? Es difícil pero se puede. En el fondo sólo se necesita algo bastante arduo: aprender a escuchar de verdad, con atención y apertura, y generar siempre la esperanza de que se puede llegar y lograr las metas. No tener ideas preconcebidas sobre lo que está ocurriendo en y con los demás. Acercarnos con naturalidad. Mostrarnos tal como somos. Entregar lo mejor de nosotros, sin esperar nada a cambio para nosotros, pero si esperando todo para
nuestros discípulos.

¿Fácil o difícil? Sólo depende de nuestras reales intenciones al ejercer este oficio necesario, pero imposible, de ser maestro.






(Yo con mi profesor de español y literatura... el querido maestro, qepd, Gantiva)

lunes, 14 de mayo de 2018

Presente, pasado y futuro

Umberto Eco escribió alguna vez una frase que me permite evocar muchas cosas: “Hacer que el pensamiento progrese no significa necesariamente rechazar el pasado: a veces significa volver a él; no sólo para entender lo que efectivamente se dijo, sino también lo que hubiera podido decirse, o al menos lo que puede decirse ahora (quizá solo ahora) al releer lo que entonces se dijo”.

Creo que vivir (y mucho más vivir a plenitud, con felicidad, a pesar de las dificultades) es toda una aventura. Como toda aventura tiene su cuota de novedad, de descubrimiento... pero también de riesgo, de cansancio y de incertidumbre. Ahora bien, vivir de un modo plenamente humano (sea lo que sea que eso signifique para cada cual) es una aventura inscrita en una historia, es decir, en un presente con referencia a un pasado y dirigido hacia un futuro.

¿A qué viene todo este párrafo de lenguaje filosófico? Simplemente a que, con mucha frecuencia, cuando vivimos (mucho más cuanto más jóvenes somos), sólo queremos ver y disfrutar la aventura del presente: actuar ya (sin pensar tanto), buscar los resultados ahora (sin medir sus consecuencias ni indagar sus causas). Y resulta que muchas experiencias del pasado, mucho de lo que dijimos o hicimos antes tiene significado ahora, al menos en tanto que nos permite entender porque somos así ahora, o porque actuamos de tal modo ahora.

Nuestro pasado es importante, es nuestro y solo nuestro; no tenemos porqué olvidarlo ni mucho menos rechazarlo o temerle (haya sido como haya sido) y, casi siempre, volver a él nos ayuda a entendernos mejor hoy y a explicar mejor lo que fuimos. ¿No es cierto que hoy tenemos más elementos para entender lo que dijimos o hicimos ayer? ¿No es mucho más clara nuestra historia cuando la releemos con los elementos del presente? Volver a nuestro pasado (no para decir inútilmente que todo tiempo pasado fue mejor o para lamentar, más inútilmente, lo que no dijimos o hicimos, sino para releerlo con las categorías del presente) es también una aventura tan emocionante como lo es soñar con lo que queremos ser o decir en el futuro; eso si, sin llegar a depender inútilmente de esos sueños que aún no se han realizado.

Creo que todo lo anterior es mucho más contundente cuando se trata del amor. El amor sí que es una aventura, una novedad siempre actual, un descubrimiento cada vez renovado. Y el amor sí que tiene que ver con nuestro presente, pero en referencia a nuestro pasado y orientado a nuestro futuro. Los amores vividos ayer siguen significando hoy; no hay porqué olvidarlos ni rechazarlos ni temerles; y con frecuencia volver a esos amores del pasado nos ayuda a entender y vivir mejor nuestro amor del presente y soñar sensatamente con los amores futuros. 

Momentos…
Si consiguiera volver a vivir otra vez mi vida
me esforzaría por cometer muchos más errores.
No trataría de ser tan perfecto, me desmediría más.
Sería mucho más tonto de lo que he sido, en realidad...
tomaría muy pocas cosas seriamente.
Sería menos puro. Asumiría más riesgos, viajaría más, observaría más ocasos,
escalaría más montañas, me zambulliría en más corrientes.
Viajaría a muchos lugares donde jamás he ido,
saborearía más helados y menos verduras,
viviría más inconvenientes reales y menos realidades imaginarias.
Yo soy de esas personas que vive cuerda y ferazmente cada instante de su vida;
y he tenido períodos de alegría.
Pero si lograra volver atrás intentaría vivir sólo esos momentos buenos.
Si acaso no lo saben, la vida está hecha de eso, sólo de momentos; no te pierdas el ahora.
Yo soy de esos que nunca va a ningún lugar sin planearlo, sin llevar lo indispensable;
Si pudiera vivir de nuevo, andaría más liviano.
Si pudiera volver a vivir intentaría caminar descalzo.
Daría más vueltas, vería más amaneceres
y retozaría con más niños, si tuviera de nuevo la vida por delante…
Pero ya tengo muchos años y sé que me queda poco.



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